lunes, 12 de septiembre de 2016

LA LUZ DE CRISTO NO CONOCE PUESTA DEL SOL

Aparece  en el prólogo de San Juan  la antítesis Luz-tinieblas que aparece también en Jn 3,19;8,12;9,4;11,9. Esta manera metafórica de hablar contrapone radicalmente el ámbito divino de la luz del ámbito antidivino de las tinieblas. Jesús, la luz del mundo, hace que la fuerza de la luz y de la vida vuelva a irrumpir en el cosmos entenebrecido (1,9;3,19;12,46). Finalmente, la imagen también se aplica al comportamiento moral de los hombres, puestos al descubierto por el portador de la luz escatológica (3,19ss).Todos estos aspectos están implicados y asociados entre sí en la venida de la luz de Cristo: la salvífica irrupción de la luz divina en el mundo, el llamamiento dirigido a los hombres a optar aquí y ahora por la luz, la división de los hombres según su pertenencia a  al luz o a las  tinieblas(1 Jn 2,8). 

La luminosidad de Dios se concentra en Cristo como en un foco. Él es el portador de la luz y el que trae la luz. Metáfora de ello fue el hecho de dar vista a los ciegos (Jn 9). Él es la luz misma, la verdadera, auténtica, real y propia luz (Jn1,7-9; Jn 3,19; Jn 8,12 ).Toda luz terrena alude a Él. En Él se hizo presente la eterna luz de Dios dentro de la historia humana.  En la nueva Jerusalén celestial irrumpe con poder manifiesto desde su cuerpo glorificado. Su brillo ilumina la ciudad celeste. La luz que ilumina desde el Señor es distinta de toda luz terrena.


Aunque ésta ilumine al mundo con tanta claridad, el mundo con su indigencia y sus pecados puede parecer, sin embargo, oscuro al hombre. En este sentido dice San Buenaventura que el mundo está lleno de nochesSe pregunta Claudel: "¿Puedes asegurarme que vale la pena abrir los ojos? ¿Puedo ver la justicia si los abro?"  Aunque el sol parezca tan claro, no puede expulsar la noche de la injusticia y de la vulgaridad. 

La luz de Cristo no sólo ilumina de otra manera, sino que transforma el mundo. Por eso es la verdadera luz. Comparada con su fuerza luminosa, toda luz terrena es una turbia apariencia. La luz de Cristo no conoce puesta de sol. Por eso la ciudad celestial no conoce la noche, sino sólo un día eterno. Sus habitantes son transfigurados por la luz procedente de Cristo glorificado. Se hacen luminosos. Se cumple lo prometido en II Cor. 3, 18: "Todos nosotros, a cara descubierta, contemplamos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor." 

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