«En el principio existía el Verbo» (Jn 1, 1).
Estas palabras, con las que comienza san Juan su evangelio, nos remontan
más allá del inicio de nuestro tiempo, hasta la eternidad divina. A
diferencia de san Mateo y san Lucas, que sobre todo se dedican a relatar las
circunstancias del nacimiento humano del Hijo de Dios, san Juan dirige su mirada
al misterio de su preexistencia divina.
En esta frase, «en el principio» significa el
inicio absoluto, inicio sin inicio, es decir, la eternidad. La
expresión es un eco de la del relato de la creación: «En el principio creó Dios
los cielos y la tierra» (Gn 1, 1). Pero en la creación se trataba del
inicio del tiempo, mientras aquí, donde se habla del Verbo, se trata de la
eternidad.
Cristo, al poseer, como Verbo, una existencia
eterna, tiene un origen que se remonta más allá de su nacimiento en el
tiempo. Esta afirmación de san Juan se funda en unas palabras precisas
de Jesús mismo. A los judíos que le reprochaban su pretensión de haber visto a
Abraham sin haber cumplido cincuenta años Jesús replica: «En verdad, en verdad
os digo: antes de que Abraham existiera, Yo soy» (Jn 8, 58). Esa
afirmación subraya el contraste entre el devenir de Abraham y el ser
de Jesús.
En efecto, el verbo que en el texto griego se aplica a Abraham
significa «devenir» o «venir a la existencia»: es el verbo adecuado para
designar el modo de existir propio de las criaturas. Al contrario, sólo
Jesús puede decir: «Yo soy», indicando con esa expresión la plenitud
del ser, que se halla por encima de cualquier devenir.
Así expresa su conciencia de poseer un ser personal eterno.
Aplicándose a sí mismo la expresión «Yo soy», Jesús
hace suyo el nombre de Dios, revelado a Moisés en el
Éxodo. Yahveh, el Señor, después de encomendarle la misión de liberar a su
pueblo de la esclavitud de Egipto, le asegura su asistencia y cercanía, y
casi como prenda de su fidelidad le revela el misterio de su nombre: «Yo soy el
que soy» (Ex 3, 14). Así, Moisés podrá decir a los israelitas:
«"Yo soy" me ha enviado a vosotros» (Ex 3, 14). Este nombre manifiesta
la presencia salvífica de Dios en favor de su pueblo, pero también su misterio
inaccesible.
Jesús hace referencia al Nombre con el que el
Dios de a Antigua Alianza se califica a Sí mismo ante Moisés, en el momento de
confiarle la misión a la que está llamado: "Yo soy el que soy...
responderás a los hijos de Israel: YO SOY me manda a vosotros" (Ex 3,14). De este modo Jesús habla de Sí, por ejemplo en el marco de la
discusión sobre Abrahán: "Antes que Abrahán naciese, YO SOY" (Jn
8,58). Ya esta expresión nos permite comprender que "el Hijo del
Hombre" da testimonio de su divina preexistencia. Y tal afirmación no
está aislada.
"Más de una vez Cristo habla del misterio
de su Persona y la expresión más sintética parece ser ésta: "Salí del
Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre" (Jn
16, 28). Jesús dirige estas palabras a los Apóstoles en el discurso de
despedida, la vigilia de los acontecimientos pascuales. Indican claramente que antes
de "venir" al mundo Cristo "estaba" junto al Padre como
Hijo. Indican, pues, su preexistencia en Dios. Jesús da a comprender
claramente que su existencia terrena no puede separarse de dicha preexistencia
en Dios. Sin ella su realidad personal no se puede entender correctamente.
Expresiones semejantes las hay
numerosas. Cuando Jesús alude a la propia venida desde el Padre al mundo,
sus palabras hacen referencia generalmente a su preexistencia divina. Esto está
claro de modo especial en el Evangelio de Juan. Jesús dice ante Pilato:
"Yo para esto he nacido y par esto he venido al mundo, para dar testimonio
de la verdad" (Jn 18, 37); y quizás no carece de importancia el
hecho de que Pilato le pregunte más tarde: "¿De dónde eres tú?" (Jn
19, 9). Y antes aún leemos: "Mi testimonio es verdadero, porque sé de
dónde vengo y adónde voy" (Jn 8, 14). A propósito de ese "¿De
dónde eres tú?" en el coloquio nocturno con Nicodemo podemos escuchar una
declaración significativa: "Nadie sube al cielo sino el que bajó del
cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo" (Jn 3, 13). Esta
"venida" del cielo, del Padre, indica la "preexistencia" divina
de Cristo incluso en relación con su "marcha": "¿Qué sería si
vierais al Hijo del hombre subir allí donde estaba antes?", pregunta Jesús
en el contexto del "discurso eucarístico" en las cercanías de
Cafarnaum (Cfr. Jn 6, 62).
Toda la existencia terrena de Jesús como
Mesías resulta de aquel "antes" y a él se vincula de nuevo como a una
"dimensión" fundamental, según la cual el Hijo es "una sola
cosa" con el Padre. Cuán elocuentes son, desde este punto de vista, las palabras
de la "oración sacerdotal" en el Cenáculo!: "Yo te he
glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste
realizar. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve
cerca de ti antes que el mundo existiese" (Jn 17, 4-5).
También los Evangelios sinópticos hablan en
muchos pasajes sobre la "venida" del Hijo del hombre para la
salvación del mundo (Cfr. por ejemplo Lc 19, 10; Mc 10, 45; Mt 20, 28); sin
embargo, los textos de Juan contienen una referencia especialmente clara a
la preexistencia de Cristo.
La síntesis más plena de esta verdad está contenida en el
Prólogo del cuarto Evangelio. Se puede decir que en dicho texto la
verdad sobre la preexistencia divina del Hijo del hombre adquiere una ulterior
explicitación, en cierto sentido definitiva: "Al principio era
el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. El estaba al
principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por El... En El estaba la
vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero
las tinieblas no a acogieron" (Jn 1,1-5). En estas frases el
Evangelista confirma lo que Jesús decía de Sí mismo, cuando declaraba:
"Salí del Padre y vine al mundo" (Jn 16, 28), cuando rogaba al
Padre lo glorificase con la gloria que El tenía cerca de El antes que el mundo
existiese (Cfr. Jn 17, 5). Al mismo tiempo la preexistencia del Hijo en
el Padre se vincula estrechamente con la revelación del misterio trinitario de
Dios: el Hijo es el Verbo eterno, es "Dios de Dios", de la misma
naturaleza que el Padre (como se expresará el Concilio de Nicea en el Símbolo
de la fe). La fórmula conciliar refleja precisamente el Prólogo de Juan:
"El Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios". Afirmar la
preexistencia de Cristo en el Padre equivale a reconocer su divinidad. A su
naturaleza, como a la naturaleza del Padre, pertenece la eternidad. Esto se
indica con la referencia a la preexistencia eterna en el Padre.
(basado en una catequesis de san Juan Pablo II)
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