lunes, 4 de junio de 2018

JOSÉ LUIS IRABURU: CRECIMIENTO EN LAS VIRTUDES

El crecimiento en las virtudes -que es crecimiento en Cristo- consiste en que el cristiano asume en sí mismo cada vez más profundamente esos hábitos sobrenaturales, inherentes y operativos (STh I-II, 52,1-2; II-II, 24,5). Conocer bien los principios que rigen tal crecimiento tiene una gran importancia para la vida espiritual.

1.-Las virtudes crecen por actos intensos, y no por actos remisos. Por eso las situaciones de prueba que la Providencia dispone no deben ser temidas, sino agradecidas, y en cierto modo buscadas: las necesitamos para crecer en Cristo. Sólo el cristiano perfecto, en fuerza de su amor, realiza actos intensos por necesidad interior. Pero el principiante sólo actúa intensamente cuando se ve forzado a ello por la necesidad -enfermedades, ofensas, tentaciones-.


No basta la mera repetición de actos para formar un hábito. Un campesino que en el pueblo fue siempre a misa los domingos, sin casi saber por qué ni para qué, cuando emigró a la ciudad dejó totalmente de ir a misa sin mayores problemas de conciencia. Un seminarista que durante ocho años hizo meditación por la mañana temprano, ya de cura ni madrugó ni continuó haciendo la meditación diaria. Una cosa es el hábito-costumbre, que se adquiere por mera repetición de actos, que se contrae sin claras motivaciones conscientes, que se pierde fácilmente cuando cambian las circunstancias, y que incluso puede restringir la libertad de la persona (necesito leer un rato antes de dormir; necesito fumar tantos cigarrillos al día; etc.), y otra muy distinta el hábito-virtud. Esos hábitos-costumbres, que más que adquirirse, se contraen, apenas perfeccionan la persona, facilitan sí la ejecución automática de ciertas acciones, sin necesidad de pensarlas, lo que simplifica no poco la vida; pero a veces, si no son buenos, estropean la persona, y cuando la atan, disminuyen la libertad en una materia, y a veces, aunque se quiera, no se quitan fácilmente.

Mucho más precioso y excelente es el hábito-virtud. Este no se contrae sin empeño de la persona, o casi inadvertidamente, sino que sólamente puede adquirirse por actos intensos, conscientes y voluntarios. Creciendo en la virtud, el hombre es cada vez más libre, más dueño de sus actos. La virtud nunca ata la libertad del hombre a la posición automática de ciertos actos (si hoy no conviene que haga la oración a primera hora, la haré a otra, o no la haré; si no conviene que esta noche lea, me dormiré igual). Por otra parte, el hábito de la virtud tiene raíces tan profundas en la persona que no se pierde con las dificultades, sino que con ellas se arraiga más (sigo yendo a misa donde apenas va nadie).

Hablando del hábito de la caridad, dice Santo Tomás: «No por cualquier acto de caridad aumenta la misma caridad. Si bien es cierto que cualquier acto de caridad dispone para el aumento de la misma, en cuanto que por un acto de caridad el hombre se hace más pronto a seguir obrando por caridad; y, creciendo esta habilidad y prontitud, el hombre produce un acto más ferviente de amor por el que se esfuerza a crecer en caridad: y entonces aumenta de hecho la caridad» (STh II- II,24,6; I-II,52,3).

Los actos intensos son personales y conscientemente motivados. Estos son los actos que forman y acrecientan virtudes, y desarraigan vicios. Una persona que quiere afirmar en sí misma el hábito de la oración, y que para ello repite sólamente en su conciencia el decreto volitivo de orar (mañana no fallaré, me levantaré antes; aunque donde voy de vacaciones nadie ore, yo seguiré con mi hora de oración), no adelantará mucho, e incluso defenderá con dificultad la conservación de su oración. Pero el que activa una y otra vez su fe y su caridad para hacer oración (Cristo me llama, no le puedo faltar; no debo entristecer al Espíritu Santo; mi Padre celestial quiere estar conmigo, y en él yo he de hallar mi fuerza y mi paz), ése afirmará en sí mismo el hábito de orar, y crecerá en él aunque sea en un medio adverso.

2.-Un solo acto puede acrecentar una virtud, si es suficientemente intenso. Es cierto que, normalmente, la virtud se elabora en repetición de actos buenos, algunos de los cuales, al menos, son intensos. Pero a veces un solo acto intenso puede vencer un vicio y desarraigarlo, formar una virtud o acrecentarla notablemente. Esta posibilidad está en la naturaleza humana; actualizarla no requiere de suyo necesariamente un milagro de Dios, sino la asistencia ordinaria de su gracia. Como decía San Ignacio, «vale más un acto intenso que mil remisos, y lo que no alcanza un flojo en muchos años, un diligente suele alcanzar en breve tiempo» (Cta. 7-V-1547, 2). Un hombre, por ejemplo, que trabajaba en exceso, se corrige para siempre de su excesiva laboriosidad después de que ve a su hermano morir de un infarto. Un solo acto intenso, de convicción y decisión, ha tenido la fuerza precisa para constituir un hábito nuevo, virtuoso y duradero: trabajar moderadamente.

Esto nos muestra, entre otras cosas, la inmensa importancia que ciertas gracias actuales pueden tener en la vida espiritual de un cristiano: un sacramento, un retiro, una lectura, un encuentro, una peregrinación... Y de ahí también la necesidad depedir a Dios esas gracias que son capaces de arrancar bruscamente un vicio, instaurando prontamente la virtud deseada.

((Muchos piensan que sólo se puede crecer en la virtud muy poco a poco, y con su vida concreta confirman día a día tal convicción. Se dicen, «genio y figura, hasta la sepultura», y siguen siempre en las mismas, o adelantan muy lentamente. Quienes así piensan, andan por el camino de la perfección a paso de buey, y rechazan cualquier otra invitación como antinatural e ilusa. Pero sin algunos cambios rápidos -no siempre y en todo, pero sí a veces y en tal cosa-, sin crecimientos decisivos, la vida cristiana no va adelante, e incluso difícilmente puede siquiera mantenerse. El crecimiento en la virtud requiere una gran fe en el poder de la gracia de Dios -pensemos concretamente en la eficacia de las gracias actuales- y una gran fe en las posibilidades reales del hombre, bajo el auxilio de la gracia.

Otro error, que suele estar relacionado con el anterior, y que igualmente implica una visión pesimista acerca de lo que verdaderamente una virtud puede y debe dar de sí, es el de aquellos que no creen que la virtud produzca una inclinación real para obrar el bien. La virtud de la castidad, por ejemplo, ha de dar una positiva inclinación hacia los actos honestos que le son propios, y ha de producir una repugnancia creciente hacia los actos que le son contrarios. Por tanto, el que cae en pecados contra la castidad, no piense que sólamente muy poco a poco, y al paso de mucho tiempo, podrá ir venciendo tales pecados: si así piensa, corre el peligro de que su vida confirme en la práctica tal errónea convicción. Virtus en latín significa fuerza, y es propio y natural de la virtud de la castidad vencer el pecado con una prontitud y facilidad cada vez mayor, y dar una inclinación cada vez más fuerte y eficaz hacia la vida honesta. Muy mala señal sería -a no ser que medien deficiencias psicosomáticas notables- que una persona llevara en el campo de la castidad un combate inacabable. ¿Qué clase de virtud es aquélla que no tiene fuerza para vencer en la tentación; que no crea una verdadera repugnancia hacia el pecado y una fuerte inclinación hacia el bien honesto propio; que no desarraiga del corazón humano la atracción hacia lo abyecto?...))

3.-Las virtudes crecen todas juntamente, como los dedos de una mano, puesto que, radicadas en la gracia, y formadas e imperadas por la caridad, cuando una crece por el ejercicio más intenso de su acto propio, aumenta gracia y caridad, y a su vez este crecimiento redunda necesariamente en aumento de los hábitos de virtudes y dones. Pero, advirtámoslo bien, lo que necesariamente aumentan son los hábitos en cuanto tales, y no siempre, como en seguida veremos, la facilidad para que ejercitarlos en sus actos propios.

Por tanto, no es necesario ejercitarse en cada una de las virtudes para que todas crezcan como hábitos. Así por ejemplo, un hombre próspero, que nunca ha tenido que ejercitar su confianza en Dios por la escasez de medios económicos, pero que ha practicado fielmente la oración, la caridad, la prudencia y las otras virtudes, sabrá acomodarse a una situación de ruina, sobrevenida bruscamente, pues las virtudes para ella precisas ya las tenía crecidas como hábitos, aunque nunca hubiera tenido ocasión de ejercitarlas en actos.

Por eso precisamente puede aprovecharnos leer la vida de cualquier santo -ermitaño, misionero, madre de familia, es igual-, por distante que su situación vital esté de la nuestra, y aunque las virtudes por él más ejercitadas, apenas puedan ser actuadas por nosotros. Un casado y padre de familia, administrativo contable, mejora su vida cuando lee y admira la fidelidad claustral de San Bernardo o la entrega misionera de San Francisco Javier. En el fondo -en los hábitos- él estáviviendo lo mismo. «Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere», y todos hemos «bebido del mismo Espíritu» (1 Cor 12,11. 13).

Según esto, la riqueza del Espíritu de Jesús que vive en nosotros es mucho mayor y más variada de lo que puede apreciarse por el ejercicio concreto de nuestras virtudes. Viven en nosotros San Bernardo, San Francisco de Javier y todos los santos. Si estamos viviendo en Cristo, tenemos muchas más virtudes de las que ejercitamos, conocemos y mostramos.

4.-No se identifica el grado de una virtud como hábito y el grado de su capacidad de ejercitarse en actos. Es importante tener esto claro. Puede fortalecerse una virtud sin que necesariamente aumente la facilidad para ejercitarla en actos. Un hombre que acrecentó mucho la virtud de la paciencia estando enfermo durante años en un hospital, habrá fortalecido necesariamente también el hábito de la prudencia, pero quizá, después de tantos años de vida reclusa, no tenga expedita esta virtud para ejercitarla en actos, por falta de información y de experiencia.

Enseña Santo Tomás: «Ocurre a veces que uno que tiene un hábito encuentra dificultad en el obrar y, por consiguiente, no siente deleite ni complacencia en ejercitarlo [como sería lo natural], a causa de algún impedimento de origen extrínseco -como el que posee un hábito de ciencia y padece dificultad en entender, por la somnolencia o alguna enfermedad-. De modo semejante, los hábitos de las virtudes morales infusas experimentan a veces dificultades en ejercitarse en obras, debido a las disposiciones contrarias que quedan de los actos precedentes. Esta es una dificultad que no se da en las virtudes morales adquiridas, porque el ejercicio de los actos por el cual se adquirieron, hace desaparecer también las disposiciones contrarias» (STh I-II, 65,3 ad 2m). Por eso en la vida espiritual tiene tanta importancia la fuerza expiatoria y sanante de la penitencia, pues ella hace desaparecer lastres procedentes del pecado, que traban el ejercicio y crecimiento de las virtudes. Sin quitar por la penitencia las consecuencias del pecado, muchas virtudes quedan trabadas en su ejercicio.

((Identificar sin más grado de virtud y grado de ejercicio en obras trae grandes perturbaciones en la vida espiritual, trae muchos discernimientos erróneos, muchas exhortaciones vanas, muchas correcciones inoportunas, muchos esfuerzos inútiles, y no pocos sufrimientos. Así, por ejemplo, un hombre con gran espíritu de oración (virtud como hábito), que por lo que sea tiene muy poca capacidad para ejercitarla en actos concretos (ratos largos de oración), puede, como dice Santa Teresa, «atormentar el alma a lo que no puede» (Vida 11,16), y ser también atormentado por su director. Estas cosas «aunque a nosotros nos parecen faltas, no lo son; ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural, mejor que nosotros mismos, y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en El y amarle. Esta determinación es la que quiere; ese otro afligimiento que nos damos, no sirve de más que para inquietar el alma; y si había de estar inhábil para aprovechar una hora, lo está cuatro» (ib.), o en vez de un año, diez. Con razón dice San Juan de la Cruz que «hay muchas almas que piensan no tienen oración y tienen muy mucha, y otras que tienen mucha y es poco más que nada» (prólogo Subida 6).))

5.-Las virtudes infusas no pueden alcanzar la perfección sino en los dones del Espíritu Santo. Esta doctrina teológica, enseñada principalmente por Santo Tomás, es confirmada por los grandes místicos, como un San Juan de la Cruz, para el cual «por más que el principiante en mortificar en sí ejercite todas estas sus acciones y pasiones [al modo humano], nunca del todo ni con mucho puede [llegar a la unión perfecta con Dios], hasta que Dios lo hace en él [al modo divino], habiéndose él pasivamente» (1 Noche 7,5; +3,3).

Por lo demás, esta doctrina va siendo tan comúnmente recibida, que la Iglesia la integra hoy en su Catecismo. En él enseña, en efecto, que los dones del Espíritu Santo «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben» (n.1831).

Royo Marín lo explica así: «No es que las virtudes infusas sean imperfectas en sí mismas. Al contrario, de suyo son realidades perfectísimas, estrictamente sobrenaturales y divinas. Las virtudes teologales son incluso más perfectas que los dones mismos del Espíritu Santo, como dice Santo Tomás (STh I-II,68,8). Pero las poseemos imperfectamente todas ellas-como dice también el mismo Angélico Doctror (I-II,68,2)- a causa precisamente de la modalidad humana, que se les pega inevitablemente por su acomodación al funcionamiento psicológico natural del hombre, cuando son regidas por la simple razón iluminada por la fe... De ahí la necesidad de que los dones del Espíritu Santo vengan en ayuda de las virtudes infusas, disponiendo las potencias de nuestra alma para ser movidas por un agente superior, el Espíritu Santo mismo, que las hará actuar de un modo divino, esto es, de un modo totalmente proporcionado al objeto perfectísimo de las virtudes infusas» (Teología de la perfección cristiana n. 131).

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