Texto de partida tomado del siervo de Dios, Juan Pablo II:
“La enfermedad del hombre de hoy es una enfermedad de corazón: el corazón de piedra y egoísta”.
Signos más destacados de este “mal de corazón”
1º.- Falta de autoestima
En esta cultura secularizada en la que se plantea un ideal de vida feliz de espaldas a Dios, somos testigos de infinidad de carencias afectivas, heridas necesitadas de sanación, desequilibrios psicológicos, dramas interiores… Constatamos que la presunción y la desesperación no son dos actitudes contrapuestas, sino que en la práctica, se dan al mismo tiempo y en las mismas personas. ¡Dime de qué presumes y te diré de qué careces! El paso de la jactancia y de la soberbia profesada en público, al autodesprecio confesado en privado, se da con mucha frecuencia.
Por el contrario, en nuestros días, no son pocos los que han aprendido a aceptarse, a valorarse y a amarse a sí mismos, desde la experiencia del amor incondicional del Corazón de Cristo hacia cada uno de nosotros. ¿Si Jesús me quiere y ha entregado su vida por mí, quien soy yo para despreciarme?
2.- Insensibilidad
Al mismo tiempo (y, a veces, como consecuencia de la falta de autoestima a la que nos hemos referido), hemos desarrollado una estrategia de insensibilidad: Para evitar el sufrimiento, nos encerramos como la tortuga en su caparazón y nos hacemos insensibles. La indiferencia y el pasotismo terminan por ser el marco en el que el drama del hombre “se esconde”.
La sanación del corazón del hombre, tiene que llevar a “sentir” la vida, con sus sufrimientos y alegrías… según aquella máxima paulina: “¿quién llora sin que yo llore con él? ¿Quién ríe sin que yo ría con él?”
3.- Narcisismo
Otra de las manifestaciones derivadas de la falta de autoestima es el narcisismo, que se traduce en una tendencia a llamar la atención y a pretender que todo el mundo gire en torno a nosotros, bien sea para ser adulados, o para ser compadecidos…
El narcisista considera siempre insuficiente lo que recibe, es un mendigo perpetuamente insatisfecho. Busca aprecio, reconocimiento, elogio, admiración, etc. Busca su realización personal, en medio de un eterno “victimismo” (¡Nadie me hace caso, todo me toca a mí…!).
Sin la sanación del corazón narcisista, es imposible la fidelidad y
4.- Incapacidad para perdonar
Cuando empezamos por no aceptarnos y querernos a nosotros mismos, difícilmente podemos ser capaces de querer a los demás. Las virtudes del prójimo no son reconocidas porque nos dan envidia; mientras que sus defectos nos resultan patentes e insufribles. Dividimos a la humanidad según filias y fobias: a nuestros favoritos se lo consentimos todo, mientras que a los que nos caen antipáticos no les pasamos una… Cuando el odio anida en nuestro corazón, puede llegar a ser una obsesión que termina por corromper el corazón humano.
5.- Esclavitud de la impureza
Cuando el corazón del hombre no madura equilibradamente, dejándose sanar por la gracia de Cristo, lo más frecuente es que terminemos buscando “compensaciones” en determinados “tubos de escape”. Uno de ellos es el sexo, que está llegando a ser una auténtica esclavitud, una verdadera “fijación”, que condiciona grandemente nuestra capacidad para amar.
Vivimos bajo un auténtico bombardeo de incitaciones sexuales, que facilitan las adicciones y las conductas compulsivas, hasta el punto de hacernos incapaces para
6.- Desconfianza
He aquí otra característica de nuestro mal de corazón: el síndrome de
Mucho tienen que ver en esto las familias rotas o desestructuradas, cuyo drama pasa una gran factura, dejando huellas de inseguridades y angustias…
Finalmente, la falta de confianza termina por erosionar las relaciones sociales, dificultando las amistades, aislando a las personas, haciéndonos suspicaces e hipersensibles…
7.- Proyecto ideológico laicista
A todo lo anterior se añade la dureza de corazón provocada por el planteamiento soberbio existente en el proyecto ideológico laicista, que afirma que la autonomía del hombre necesita desprenderse de la tutela religiosa.
Sin embargo, la devoción al Corazón de Cristo se presenta, en este inicio del Tercer Milenio, como auténtica “profecía” y “terapia” providencial. En esta cultura laicista en la que algunos afirman no tener más religión que “el hombre”, somos testigos –como hemos podido comprobar en los puntos anteriores- de la radical necesidad de misericordia que tiene el hombre.
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