El pecado es separarse de Dios, alejarse de él, más o menos. Es buscar el bien propio al margen de Dios, contra él. Es por tanto, renegar de la condición de hijos suyos. Este misterio de horror se da en cualquier pecado. Por ejemplo, una mujer casada siente que en su situación no es feliz, no se realiza; y llega un momento en que se junta con otro hombre en adulterio, porque trata de realizarse y ser feliz... alejándose de Dios. La fornicación no es lo peor en esta situación de pecado; lo peor es que esa persona trata de vivir, intenta realizarse, ganar realidad, separándose de Dios: ése es el corazón mismo del pecado. Por eso dice Santo Tomás: «El pecado mortal implica dos cosas: separación de Dios y dedicación al bien creado; pero la separación de Dios (aversio a Deo) es el elemento formal, y la dedicación (conversio ad creaturam) es el material» (STh III,86, 4 ad 1m).
El pecado es rechazar un don de Dios, y de este modo rechazarle a él. Puesto que en Dios «vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28), de él vienen a nosotros constantemente impulsos de naturaleza y de gracia: «Todo buen regalo, todo don perfecto viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Pues bien, siempre que pecamos, rechazamos en mayor o menor medida estos dones de Dios. El pecado será mortal si el don rechazado es necesario para vivir con Dios; será, en cambio, venial si el don rechazado es conveniente, pero no estrictamente necesario para vivir en unión con él. Volviendo al anterior ejemplo: Dios quería conceder a aquella esposa la gracia de permanecer fiel a su marido, participando de la cruz de Cristo; pero ella, entregándose al adulterio, no ha querido recibir esa gracia, ha rechazado el don de Dios.
El pecado es siempre un acto humano, que implica por tanto conocimiento suficiente de la malicia del acto (advertencia) y que exige consentimiento libre de la voluntad -al menos indirecto, pues el que quiere la causa, directa o indirectamente quiere el efecto previsible- (deliberación). Sin plena advertencia y deliberación, no puede haber pecado mortal, aunque la materia del acto sea grave. Es evidente que quien comete algo malo sin conocimiento y sin voluntad libre, comete sólo un pecado material, inculpable, que no es pecado formal. Hay, por otra parte, pecados positivos de comisión, o negativos por omisión de actos debidos. Hay pecados externos, y otros que son internos, que sólamente se dan en la mente y el corazón. Hay, en fin, pecado original, propio de la naturaleza humana, y personal, actualmente imputable a la persona.
((Los errores sobre el pecado son innumerables. Hay ignorantes o escrupulosos que estiman posible el pecado sin advertencia («he pecado haciendo tal cosa sin saber que estaba prohibida»); o que creen posible el pecado sin deliberación voluntaria («me obligaron a beber, y por más que me resistí, me emborraché»). Pero quizá el error más común es el pecado sin referencia a Dios, es decir, el pecado entendido como una falla personal que humilla la soberbia («no supe dominarme, y bebí hasta perder la conciencia»), o como un fracaso social que hiere la vanidad («todos me vieron borracho perdido»). Para otros que tienen un hondo sentido estético moral, el pecado es simplemente algo feo, degradante («estuve borracho, grité a la gente, rompí cosas: fue algo horrible»). El pecado, sin duda, es falla personal, fracaso social y algo muy feo; y así entendido, puede producir gran dolor y también lágrimas -que serán, por cierto, muy amargas-. Pero el pecado es algo mucho más serio que todo eso: es ofensa de Dios, separación de él, rechazo de sus dones. Sólo si el pecador entiende y vive así su pecado, podrá llegar al verdadero arrepentimiento.))
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