En uno de los documentos más importantes del concilio Vaticano II, se lee:
Para valorar adecuadamente el alcance renovador de este texto, hay que saber lo que pasó, en realidad, con los carismas después de su tumultosa aparición en los comienzos de la Iglesia. Los carismas no desaparecieron de la vida de la Iglesia, sino más bien de su teología. Si recorremos la historia de la Iglesia, recordando las diferentes listas de carismas enumeradas en el Nuevo Testamento, tenemos que llegar a la conclusión de que, exceptuando quizá el "don de lenguas" y el "don de interpretarlas", ninguno de los carismas se perdió del todo. La historia de la Iglesia está llena de evangelizadores carismáticos, de dondes de sabiduría y conocimiento (baste pensar en los doctores de la Iglesia), de historias de curaciones milagrosas, de hombres dotados de espíritu de profecía o de discernimiento de los espíritus, por no hablarde otros dones como visiones, arrobamientos, éxtasis, iluminaciones, que también se cuentan entre los carismas.
La historia está salpicada también de "despertares" carismáticos, es decir, de épocas que se han caracterizado por unas manifestaciones particulares intensas de dones y operaciones del Espíritu: la época de los mártires; la explosión del monacato (que es un fenómeno carismático, antes que ascético); la primera evangelización de Europa; la misión entre los pueblos eslavos, que fue marcada por abundantes dones y carismas; el movimiento franciscano y el increíble florecimiento de las órdenes religiosas, cada una de las cuales se remite con razón al "carisma" de su fundador. Pío XII no se equivocó al afirmar que en la Iglesia nunca han faltado, ni podrán faltar, "personas dotadas de dones prodigiosos". Así como nadie puede impedir que el viento sople donde quiere, del mismo modo nadie puede impedir que el Espíritu derrame sus dones como quiere.
Entonces, ¿dónde está la novedad que nos permite hablar de un despertar de los carismas en nuestro siglo? ¿Qué era lo que faltaba antes? Lo que ocurrió fue que los carismas, cuyo sentido era la comunidad, la utilidad común y la organización de la iglesia, fueron progresivamente confinados al ámbito privado y personal. Ya no entraban en la formación de la Iglesia, que se consideraba "más que garantizada por la existencia de la sagrada jerarquía".
La identidad personal de Jesús en los Evangelios nace de dos relaciones fundamentales: su relación de Hijo con respecto al Padre, caracterizada por la obediencia, y su relación con el Espíritu, de la que viene la autoridad, la libertad y el poder en su misión. El Espíritu carismático -que le confiere la unción mesiánica para llevar la Buena Nueva a los pobres y sanar a los corazones afligidos, con el que expulsa a los demonios y que le hace "sobresaltarse" de gozo en la oración - no es, por tanto, un accesorio en la misión de Jesús: es algo constitutivo.
Tampoco en la vida de la comunidad cristiana los carismas eran hechos privados, una añadidura o un lujo: eran los que, junto con la autoridad apostólica, dibujaban el perfil de la comunidad. La comunidad vivía de las mismas dos relaciones fundamentales de Jesús: con el Padre, sentido como Abbá, y con el Espíritu, que daba libertad y poder. Pero no lo hacía independientemente de Jesús, como si éste fuera sólo un modelo, sino teniendo en él la fuente de todo y participando en su relación única con el Padre y con el Espíritu.
La tesis según la cual la Iglesia primitiva es una comunidad preferentemente carismática, en la que la misión del apóstol se limita a organizar los carismas que, por sí solos, proveen, con su interacción, a la vida y a la expansión de la comunidad, no se sostiene. Quien diga esto, comete un erro fundamental de método. Sitúa en el origen, convirtiéndola en algo absoluto, la visión paulina de una comunidad esencialmente carismática, y después considera todo el desarrollo posterior de la comunidad cristiana como un progresivo abandono y un "debilitamiento" de esa visión, que se concluiría con el triunfo del "proto-catolicismo" en las cartas pastorales.
Dicho esto, hay que reconocer, sin embargo, que muy pronto, por varios motivos, el equilibrio entre ambas situaciones -la del ministerio y la del carisma- se perdió a favor del ministerio. El carisma empieza a ser conferido con la ordenación, y ya está. Un elemento determinante fue el surgir de las primeras falsas doctrinas, sobre todo las doctrinas gnósticas. Fue este hecho lo que hizo inclinar cada vez más el fiel de la balanza hacia los que ejercían el ministerio, es decir, los pastores. Otro acontecimiento fue la crisis del movimiento profético difundido por Montano en Asia Menor en el siglo II, que sirvió para desacreditar aún más un cierto tipo de entusiasmo carismático colectivo.
De este hecho fundamental derivan todas las consecuencias negativas respecto a los carismas. Los carismas empiezan a ser marginados de la vida de la Iglesia. Se tiene noticia, todavía durante algún tiempo, de que algunos de ellos persisten, aquí y allí. San Ireneo, por ejemplo, dice que en su época sigue habiendo "muchos hermanos de la Iglesia que tienen carismas proféticos, hablan todas las lenguas, manifiestan los secretos de los hombres por su bien y explican los misterios de Dios". Pero es un fenómeno que se va agotando. Desaparecen sobre todo esos carismas cuyo ejercicio estaba en el culto y la vida de la comunidad, como el hablar inspirado y profético y la glosolalia. La profecia se reduce al carisma del magisterio, que consiste en interpretar la revelación de manera auténtica e infalible.
Otra consecuencia inevitable es la clericalización de los carismas. Ligados a la santidad personal, acaban por ser asociados casi siempre a los representantes habituales de la misma, a saber: los pastores, los monjes, los religiosos. Desde el ámbito de la eclesiología, los carismas pasan al de la hagiografía.
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