El lugar que ocupa el Campo santo Teutónico, el cementerio alemán en Roma, perteneció en otro tiempo al circo de Nerón, que se adentraba mucho en lo que es hoy la plaza de San Pedro. Éste es el lugar en el que murieron por Cristo los primeros mártires de Roma. Nerón convirtió su muerte en espectáculo, quemando a unos como antorchas vivientes y echando a otros, revestidos con pieles de animales, a perros salvajes que los destrozaban. Muy cerca también se encuentra el cementerio en el que fue enterrado Pedro y del que ahora se puede visitar gran parte bajo la iglesia de san Pedro. El lugar en que Nerón practicó su macabro juego con la muerte se ha convertido para los cristianos en un lugar santo: el tirano acabó suicidándose, pero también el supuestamente indestructible imperio romano se hundió. La fe de los mártires, la fe de Pedro sobrevivió al imperio romano. Se mostró con la fuerza que, en todas las decadencias, era capaz de crear un mundo nuevo.
Aproximadamente hacia el año 800, los francos, por aquel entonces la potencia hegemónica de Occidente, fundaron aquí un cementerio en el que daban sepultura a sus peregrinos que fallecían en Roma; más tarde pasó a ser el cementerio de los alemanes en Roma. No es difícil adivinar lo que los francos habían pensado al fundar este campo santo: la tumba de Pedro no era una tumba cualquiera, era el testimonio del poder más fuerte de Jesucristo, que llega más allá de la muerte. Así sobre la muerte se yergue el signo de la esperanza quien se hace enterrar en este lugar, se aferra a la esperanza, a la victoriosa fe de Pedro y de los mártires. La tumba de Pedro habla, como toda tumba, del carácter inevitable de la muerte, pero ante todo habla de la resurrección. Nos dice que Dios es más fuerte que la muerte y que, quien muere en Cristo muere para la vida. Querían acostarse cerca de Pedro, cerca de los mártires, para estar en buena compañía en la muerte y en la resurrección. Se trataba de asociarse a los santos y de asociarse así al poder salvador de Jesucristo mismo. La comunión de los santos abarca la vida y la muerte: a ella nos aferramos precisamente al morir, para no caer en el vacío, para ser aupados por ellos hasta la verdadera vida; para, por decirlo así, en su compañía, no comparecer solos ante el juez y, gracias a su presencia junto a nosotros, poder resistir en la hora del juicio.
Así, el cementerio, el lugar de la tristeza y de la caducidad, se ha convertido en un lugar de esperanza. Quien se hace enterrar aquí dice con ello: “Creo en ti, Cristo resucitado. Me aferro a ti. No vengo solo, en la soledad mortal de quien no puedo amar, vengo en la comunión de los santos, que tampoco me deja en la muerte”. Esta transformación del lugar de la tristeza en el lugar de la esperanza se percibe también en la forma exterior de ese cementerio, de los cementerios cristianos en general: lo embellecen flores y árboles; lo adornan signos de amor y de solidaridad. Es como un jardín, un pequeño paraíso de paz en un mundo sin paz, y, por tanto, un signo de la vida nueva.
El cementerio como lugar de esperanza: esto es cristiano. Esta es, aplicada, la fe de los mártires, la fe en la resurrección. Pero debemos añadir que la esperanza no elimina sin más la tristeza: la asumimos, y, a través del panorama sobre esa vastedad, se va transformando lentamente y así también nos purifica, nos hace videntes del hoy y del mañana. Era muy humano que la liturgia omitiera antes el aleluya en la misa de difuntos, y diera a la tristeza su lugar de forma perfectamente clara. No podemos saltar simplemente por encima del ahora de nuestra vida. Solo aceptando la tristeza podemos aprender a descubrir en la tiniebla la esperanza.
Estas conexiones se expresan, de forma muy fácil de advertir, en la iglesia perteneciente a este cementerio. Está dedicada a la Virgen de las Angustias, que en italiano se llama Madonna de la Pietà, Nuestra Señora de la Piedad. Quién habría creído más firmemente en la resurrección que María? Quién habría podido estar más segura de la esperanza que ella? Pero sufre, pese a su certidumbre de la resurrección, la muerte le duele, el momento del viernes santo es para ella indeciblemente oscuro. Sufre en cuento que ama. Al co-amar,co-padecer. En el retablo del altar mayor está representada María que se inclina sobre el cadáver del hijo sostenido por dos hombres: El rostro de María está lleno de tristeza, pero también de bondad. El dolor provienen de la bondad, y por eso está desprovisto de amargura, de acusaciones. Esta imagen nos sirve de consuelo. En esta imagen aprendemos que la tristeza, que el dolor asumido, nos purifica y nos hace madurar, y nos ayuda a ver mejor las perspectivas de la vida: nos enseña a volvernos cada vez más a lo eterno. Nos ayuda a co-amar y a co-padecer con quienes allí sufren.
Así, el mensaje de este cementerio adopta múltiples formas. Nos recuerda la muerte y la vida eterna. Pero también nos habla de esta vida presente nuestra, de nuestra cotidianidad. Nos anima a pensar en lo caduco y en lo perenne: nos invita a no perder de vista los criterios ni la meta. No cuenta lo que tenemos, sino lo que somos ante Dios y para los hombres: esos es lo que cuenta. El cementerio nos invita a vivir de tal modo, que no caigamos fuera de la comunión de los santos. Nos invita a buscar y a ser en la vida lo que puede permanecer en la muerte y en la eternidad.
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