"El máximo enigma de la vida humana es la muerte". Sin embargo, la fe en Cristo convierte este enigma en certeza de vida sin fin. Él proclamó que había sido enviado por el Padre "para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,16) y también: "Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna; yo le resucitaré en el último día" (Jn 6,40). Por eso, en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano la Iglesia profesa su fe en la vida eterna: "Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro".
Apoyándose en la Palabra de Dios, la Iglesia cree y espera firmemente que "del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado".
249. La fe en la resurrección de los muertos, elemento esencial de la revelación cristiana, implica una visión particular del hecho ineludible y misterioso que es la muerte.
La muerte es el final de la etapa terrena de la vida, pero "no de nuestro ser", pues el alma es inmortal. "Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida"; desde el punto de vista de la fe, la muerte es también "el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino".
Si por una parte la muerte corporal es algo natural, por otra parte se presenta como "castigo del pecado" (Rom 6,23). El Magisterio de la Iglesia, interpretando auténticamente las afirmaciones de la Sagrada Escritura (cfr. Gn 2,17; 3,3; 3,19; Sab 1,13; Rom 5,12; 6,23), "enseña que la muerte ha entrado en el mundo a causa del pecado del hombre".
También Jesús, Hijo de Dios, "nacido de mujer, nacido bajo la Ley" (Gal 4,4) ha padecido la muerte, propia de la condición humana; y, a pesar de su angustia ante la misma (cfr. Mc 14,33-34; Heb 5,7-8), "la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición".
La muerte es el paso a la plenitud de la vida verdadera, por lo que la Iglesia, invirtiendo la lógica y las expectativas de este mundo, llama dies natalis al día de la muerte del cristiano, día de su nacimiento para el cielo, donde "no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni preocupaciones, porque las cosas de antes han pasado" (Ap 21,4); es la prolongación, en un modo nuevo, del acontecimiento de la vida, porque como dice la Liturgia: "la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo".
Finalmente, la muerte del cristiano es un acontecimiento de gracia, que tiene en Cristo y por Cristo un valor y un significado positivo. Se apoya en la enseñanza de las Escrituras: "Para mí vivir es Cristo, y una ganancia el morir" (Fil 1,21); "Es doctrina segura: si morimos con Él, viviremos con Él" (2 Tim 2,11).
250. Según la fe de la Iglesia el "morir con Cristo" comienza ya en el Bautismo: allí el discípulo del Señor ya está sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si muere en la gracia de Dios, al muerte física ratifica este "morir con Cristo" y lo lleva a la consumación, incorporándole plenamente y para siempre en Cristo Redentor.
La Iglesia, por otra parte, en su oración de sufragio por las almas de los difuntos, implora la vida eterna no sólo para los discípulos de Cristo muertos en su paz, sino también para todos los difuntos, cuya fe sólo Dios ha conocido.
Sentido de los sufragios
251. En la muerte, el justo se encuentra con Dios, que lo llama a sí para hacerle partícipe de la vida divina. Pero nadie puede ser recibido en la amistad e intimidad de Dios si antes no se ha purificado de las consecuencias personales de todas sus culpas. "La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia y de Trento".
De aquí viene la piadosa costumbre de ofrecer sufragios por las almas del Purgatorio, que son una súplica insistente a Dios para que tenga misericordia de los fieles difuntos, los purifique con el fuego de su caridad y los introduzca en el Reino de la luz y de la vida.
Los sufragios son una expresión cultual de la fe en la Comunión de los Santos. Así, "la Iglesia que peregrina, desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Mac 12,46)". Estos sufragios son, en primer lugar, la celebración del sacrificio eucarístico, y después, otras expresiones de piedad como oraciones, limosnas, obras de misericordia e indulgencias aplicadas en favor de las almas de los difuntos.
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