jueves, 26 de abril de 2012

HANS URS VON BALTHASAR: IV DOMINGO DEL TIEMPO PASCUAL

El buen pastor da la vida por las ovejas. La parábola del buen pastor, por muy realista que sea Jesús en su descripción, sólo adquiere toda su fuerza plástica en él, el  “Pastor” asignado por Dios a los hombres. Se mencionan dos distintivos: primero los desvelos del pastor por su rebaño hasta la muerte y después un mutuo conocimiento entre el pastor y las ovejas, un conocimiento cuya profundidad se cimienta en el misterio más íntimo de Dios.

De la entrega hasta la muerte se habla al principio y al final del evangelio. Esta entrega es lo contrario de la huida del “asalariado”, que cuando llega el peligro tiene el pretexto de que la vida de un ser humano vale más que la de cualquier animal irracional. Este argumento sólo pierde fuerza cuando al pastor le importan tanto sus ovejas que prefiere dar su vida por ellas antes de abandonarlas. En el ámbito puramente natural esto resulta difícil de imaginar, pero en el ámbito de la gracia se convierte en la verdad central, porque sólo se hace comprensible con la ayuda del segundo elemento de la parábola: que el pastor conozca sus ovejas y éstas también le conozcan a él instintivamente, es para Jesús sólo el punto de comparación para un conocimiento totalmente distinto: “Igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre”. Aquí no se trata ya de un instinto, sino del más amor trinitario. Y cuando Jesús aplica este supremo conocimiento de amor a la íntima reciprocidad entre él y los suyos, eleva este conocimiento muy por encima de lo que sugiere en la parábola.


Y así se aclara también que el primer momento de la parábola: dar la vida por las ovejas, y el segundo: conocimiento mutuo, no están simplemente yuxtapuestos sino intrínsecamente unidos: porque el conocimiento entre el Padre y el Hijo forma una unidad con su perfecta entrega recíproca; y por eso el conocimiento entre Jesús y los suyos forma también una unidad con la entrega perfecta de Jesús a los suyos y por los suyos, lo que ciertamente implica (aunque aquí no se formule) la unidad del conocimiento y de la entrega vital del  cristiano a su Señor. Ambos temas aparecen expresamente unidos al final: el Padre ama al Hijo (también) por su perfecta entrega a los hombres –lo que es al mismo tiempo libertad del Hijo y “misión” del Padre-, y esa entrega incondicional a los hombres es también- porque es amor divino- el poder de la victoria sobre la muerte (“el poder para recuperar la vida”).


Ningún otro nombre bajo el cielo. Pedro, en la primera lectura, atribuye al Señor todo el honor del milagro realizado por él. Se le interroga, se le pregunta con qué poder y en nombre de quién ha curado al paralítico. Respuesta: con el poder y de la “piedra angular que vosotros desechasteis”, pues únicamente en Jesús pueden los hombres encontrar la salud, la salud espiritual y en este caso también la corporal. No es que todos los guardianes de las ovejas sean meros “asalariados”, pues el propio Pedro ha sido designado por el Señor para apacentar su rebaño. Pero se trata del rebaño de Cristo, no de Pedro, de modo que todo lo que es eficaz y apropiado es obra del supremo Pastor (1 P 5,4), si bien mediante la acción de sus colaboradores.


El mundo no nos conoce. La segunda lectura dice, leída en este contexto, que el mundo no puede conocer la íntima relación que existe entre Jesús y los suyos: por ejemplo la relación de un papa o de un obispo con Cristo, su Señor. Como el mundo no conoce a Cristo, tampoco puede ver a la Iglesia en su unidad con Cristo, ni medir la distancia que la separa de él. Pero la lectura va aún más lejos: tampoco la propia Iglesia puede comprender del todo esta relación mientras dure su peregrinación en la tierra; es tan misteriosa que sólo se desvelará en la vida eterna: entonces la relación entre el Hombre-Dios y la Iglesia quedará integrada en la relación trinitaria, sin disolverse en ella.

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