domingo, 8 de abril de 2012

HANS URS VON BALTHASAR: DOMINGO DE RESURRECCIÓN DEL SEÑOR


Iglesia de hombres, Iglesia de mujeres. En el evangelio, María Magdalena, la primera que ha visto la losa quitada del sepulcro, corre a informar del hecho a los dos discípulos más importantes, Pedro, el ministerio eclesial, y Juan, el amor eclesial. Se dice que los dos discípulos corrían  juntos camino del sepulcro, pero no llegaron a la vez: el amor más rápido, tiene menos preocupaciones y está por así decirlo más liberado que el ministerio, que debe preocuparse de múltiples cosas. Pero el amor deja que sea el ministerio el que dictamine sobre la situación: es Pedro el primero que entra, ve el sudario enrollado y comprende que no puede tratarse de un robo. Esto basta para dejar entrar también al amor, que ve y cree no en la resurrección propiamente dicha, sino en la verdad de todo lo que ha sucedido con Jesús. Hasta aquí llegan los dos representantes simbólicos de la Iglesia: lo que sucedió era verdad de todo lo que ha sucedido con Jesús. Hasta aquí llegan los dos representantes simbólicos de la Iglesia: lo que sucedió era la verdad y la fe está justificada a pesar de toda la oscuridad de la situación. En los primeros momentos esta fe se convertirá en verdadera fe en la resurrección sólo en María Magdalena, que no  se vuelve a casa, sino que se queda junto al sepulcro donde había estado el cuerpo de Jesús y se asoma con la esperanza de encontrarlo. El sitio vacío se torna ahora luminoso, delimitado por dos ángeles, uno a la cabecera y otro a los pies. Pero el vacío luminoso no es suficiente para el amor de la Iglesia (aquí la mujer antes pecadora y ya reconciliada, María Magdalena, ocupa sin duda el lugar de la mujer por excelencia, María, la Madre): debe tener a su único amado. Ella le reconoce en la llamada de Jesús: ¡María!


 Con esto todo se colma, el cadáver buscado es ahora el eterno Viviente. Pero no hay que tocarle, pues está de camino hacia el Padre: la tierra no debe retenerle, sino decir sí; como en el momento de su encarnación, también ahora, cuando vuelve al Padre, hay que decir sí. Este sí se convierte en la dicha de la misión a los hermanos: dar  es más bienaventurado que conservar para sí. La Iglesia es en lo más profundo de sí misma mujer, y como mujer abraza tanto al ministerio eclesial como al amor eclesial, que son inseparables: La hembra abrazará al varón (Jr  31,22).


El ministerio predica. Pedro predica, en la primera lectura, sobre toda la actividad de Jesús; el apóstol puede predicar de esta manera tan solemne, meditada y triunfante sólo a partir del acontecimiento de la resurrección. Esta arroja la luz decisiva sobre todo lo precedente: por el bautismo de Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, se ha convertido en el bienhechor y salvador de todos; la pasión aparece casi como un interludio para lo más importante: el testimonio de la resurrección; pues testimonio debe ser, ya que la aparición del Glorificado no debía ser un espectáculo para todo el pueblo sino un encargo, confiado a los testigos  que él había designado de antemano, de predicar al pueblo el acontecimiento, que tiene un doble resultado: para los que creen en él, el Señor es el perdón de los pecados; y para todos será el  juez de vivos y muertos nombrado por Dios. La predicación del Papa es la sustancia de la Buena Nueva y la síntesis de la doctrina magisterial.


El apóstol explica. En la segunda lectura de Pablo saca la conclusión para la vida cristiana. La muerte y resurrección de Cristo, acontecimientos ambos que han tenido lugar por nosotros, nos han introducido realmente en su vida: Habéis muerto, habéis resucitado con Cristo. Como todo tiene en él  su consistencia (Col 1,17), todo se mueve y vive con él. Pero al igual que el ser de Cristo estaba determinado por su obediencia al Padre, así también nuestro ser es inseparable de nuestro deber. Nuestro ser consiste en que nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, ha sido sustraída al mundo y por tanto ahora no es visible; sólo cuando aparezca Cristo, vida nuestra, podrá salir también a la luz, juntamente con él, nuestra verdad escondida. Pero como nuestro ser es también nuestro deber, tenemos que aspirar ante todo a las cosas celestes, a las cosas de arriba, aunque tengamos que realizar tareas terrestres, no podemos permanecer atados a ellas, sino que hemos de tender a lo que no solamente después de la muerte sino ya ahora constituye nuestra verdad más profunda. En el don de Pascua se encuentra también la exigencia de Pascua, que es asimismo un puro regalo.

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