Hay estados de ánimo tristes y morbosos en los que siento la tentación de creer que el Mal ha vuelto a entrar en el mundo en la forma de ensayos. El ensayo es como la serpiente, suave, graciosa y de movimiento fácil, y también ondulante y errabundo. Además, supongo que la palabra misma ensayo significaba originalmente «probar, tentar». La serpiente es tentativa en todos los sentidos de la palabra. El tentador está siempre tentando su camino y averiguando cuánto pueden resistir los demás. Este engañoso aire de irresponsabilidad que tiene el ensayo es muy desarmante, aunque parezca desarmado. Pero la serpiente puede golpear sin garras como puede correr sin patas. Es el símbolo de todas las artes elusivas, evasivas, impresionistas y que se ocultan cambiando de matices. Supongo que el ensayo, por lo menos en lo que concierne a Inglaterra, fue casi inventado por Francis Bacon. Puedo creerlo, pues siempre he pensado que fue el villano de la historia inglesa.
Quizá sea conveniente que explique que no considero hombres malvados a todos los ensayistas. Yo también he sido ensayista, o he tratado de ser ensayista, o he pretendido ser ensayista. No aborrezco lo más mínimo los ensayos. Su lectura me causa quizá el mayor de los placeres literarios, después de esas necesidades intelectuales realmente serias que son las novelas y cuentos policiales escritos por locos. En el mundo no hay lectura mejor que la de algunos ensayos contemporáneos, como los del señor E. V. Lucas o del señor Robert Lynd. Si pudiera imitar el tono tímido y tentativo del ensayista auténtico, me limitaría a decir que hay algo en lo que digo, existe realmente en la literatura moderna un elemento que es al mismo tiempo indefinido y peligroso.
Lo que quiero decir es esto: la diferencia entre ciertas formas viejas y ciertas formas relativamente reciente de la literatura consiste en que las viejas estaban limitadas por un propósito lógico. El drama y el soneto pertenecen a las formas viejas, y el ensayo y la novela a las nuevas. Si un soneto abandona la forma de soneto deja de ser soneto. Puede convertirse en un ejemplo estrafalario e inspirador de verso libre, pero no hay que decir que es un soneto porque no se pueda decir que es otra cosa. Pero en el caso de la novela moderna, hay que llamarla con frecuencia novela cuando en realidad apenas ni siquiera es una narración. No hay nada que lo pruebe ni defina, como no sea que no está espaciada como un poema épico, y con frecuencia tiene todavía menos de relato. Lo mismo se aplica a la comodidad y la libertad aparentemente atractivas del ensayo. Por su naturaleza misma no explica con exactitud lo que se propone hacer y así elude un juicio decisivo sobre si lo ha hecho realmente. Pero en el caso del ensayo existe un peligro práctico, precisamente porque trata con tanta frecuencia de cuestiones teóricas. Trata constantemente de cuestiones teóricas sin la responsabilidad de ser teórico o de proponer una teoría.
Por ejemplo, se han dicho muchas cosas sensatas e insensatas en pro y en contra del llamado medievalismo. Se han dicho también muchas cosas sensatas e insensatas en pro y en contra del llamado modernismo. Yo he tratado a veces de decir algunas cosas sensatas, con el resultado de que me han atribuido en general todas las insensatas. Si un hombre desease una prueba real y racional que distinga verdaderamente el estado de ánimo medieval del moderno, se podría enunciar así: el hombre medieval pensaba en función de la tesis, en tanto que el hombre moderno piensa en función del ensayo. Quizá sería injusto decir que el hombre moderno sólo trata de pensar, o, en otras palabras, sólo hace un esfuerzo desesperado para pensar. Pero sería cierto decir que el hombre moderno, con frecuencia, sólo ensaya, o intenta, llegar a una conclusión. En cambio, el hombre medieval creía que no merecía la pena de pensar si no podía llegar a una conclusión. Por eso es por lo que tomaba una cosa concreta llamada tesis y se proponía probarla. Por eso es por lo que Martín Lutero, hombre muy medieval en muchos aspectos, clavó en una puerta la tesis que se proponía demostrar. Muchas personas suponen que al hacer eso hacía algo revolucionario e inclusive modernista. En realidad hacía exactamente lo que habían hecho todos los demás estudiantes y doctores medievales desde el crepúsculo de la Edad Media. Si el modernista realmente moderno tratara de hacerlo, descubriría probablemente que nunca ha ordenado sus pensamientos en la forma de tesis. Pues bien, es un error suponer, en lo que a mí se refiere, que se trate de restaurar el aparato rígido del sistema medieval.
Pero creo que el ensayo se ha alejado demasiado de la tesis.
Ahora bien, no quiero decir, por supuesto, que paradojas gratas de esta clase no tengan un lugar en la literatura, y a causa de ellas el ensayo tiene un lugar en la literatura. Hay un lugar para el ensayista meramente ocioso y errabundo, como hay un lugar para el viajero meramente ocioso y errabundo. Los pensadores errabundos se han convertido en predicadores errabundos y en nuestros únicos sustitutos de los frailes errabundos. Y ya sea materialista o moralista, escéptico o trascendental nuestro sistema es necesario que sea un sistema. Después de caminar durante cierto tiempo, la mente necesita llegar adonde se propone o regresar. Una cosa es viajar con esperanza y decir medio en broma que eso es mejor que llegar, y otra cosa es viajar sin esperanza porque se sabe que nunca se llegará.
Me llamó la atención la misma tendencia a leer algunos de los mejores ensayos que se han escrito y que agradaban especialmente a Stevenson: los ensayos de Hazlitt. «No se puede vivir como un caballero con las ideas de Hazlitt», observó justamente el señor Augustine Birrell, pero inclusive en esas ideas vemos el comienzo de esa índole inconsecuente e irresponsable. Por ejemplo, Hazlitt era radical y se mofaba constantemente de los tories porque no confiaban en los hombres ni en las multitudes. Creo que fue él quien sermoneó a Walter Scott por una cuestión de tan poca importancia como haber hecho que en Ivanhoe el Populacho medieval se burlara sin generosidad de la retirada de los Templarios. De todos modos, no deduciría de cierto número de pasajes que Hazlitt se presentaba a sí mismo como un amigo del pueblo.
Pero se presentaba a sí mismo más furiosamente como un enemigo del pueblo. Cuando comenzó a escribir acerca del público describió exactamente el mismo monstruo de muchas cabezas ignorante, cobarde y cruel al que los peores tories llamaban populacho.
Ahora bien, si Hazlitt se hubiese visto obligado a exponer sus ideas sobre la democracia en forma de tesis como los escolásticos medievales, habría tenido que pensar con mucha más claridad y que tomar una decisión de una manera mucho más terminante. Cederé la última palabra al ensayista, y confieso que no estoy seguro de si en ese caso habría escrito tan buenos ensayos.
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