Saludo al cardenal vicario, al cardenal arzobispo de Cracovia, el querido cardenal Stanislaw, y a los demás cardenales y prelados; saludo a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas. Os saludo de modo especial a vosotros, queridos jóvenes de Roma, que con esta celebración os preparáis para la Jornada mundial de la juventud, que viviremos juntos el domingo próximo, domingo de Ramos. Vuestra presencia me trae a la memoria el entusiasmo que Juan Pablo II sabía infundir en las nuevas generaciones. Su recuerdo es un estímulo para todos nosotros, reunidos en esta basílica donde en muchas ocasiones celebró la Eucaristía, para dejarnos iluminar e interpelar por la Palabra de Dios, que se acaba de proclamar.
El pasaje evangélico de este jueves de la quinta semana de Cuaresma propone a nuestra meditación la última parte del capítulo 8 de san Juan, que, como hemos escuchado, contiene una larga disputa sobre la identidad de Jesús. Poco antes él se había presentado como "la luz del mundo" (v. 12), usando tres veces (vv. 24.28.58) la expresión "Yo soy", que en sentido fuerte alude al nombre de Dios revelado a Moisés (cf. Ex 3, 14). Y añade: "Si alguno guarda mi Palabra, no verá la muerte jamás" (v. 51), declarando así que había sido enviado por Dios, que es su Padre, a traer a los hombres la libertad radical del pecado y de la muerte, indispensable para entrar en la vida eterna.
Sin embargo, sus palabras hieren el orgullo de sus interlocutores; también la referencia al gran patriarca Abraham se convierte en motivo de conflicto. "En verdad, en verdad os digo —afirma el Señor—: antes de que Abraham existiera, Yo soy" (Jn 8, 58). Sin medios términos, declara su preexistencia y, por tanto, su superioridad con respecto a Abraham, suscitando —comprensiblemente— la reacción escandalizada de los judíos. Pero Jesús no puede callar su propia identidad; sabe que, al final, será el Padre mismo quien le dará la razón, glorificándolo con la muerte y la resurrección, porque, precisamente cuando sea elevado en la cruz, se revelará como el Hijo unigénito de Dios (cf. Jn 8, 28; Mc 15, 39).
Queridos amigos, al meditar en esta página del Evangelio de san Juan, surge de forma espontánea la consideración de que realmente es muy difícil dar testimonio de Cristo. Y el pensamiento se dirige al amado siervo de Dios Karol Wojtyla, Juan Pablo II, que desde joven se mostró intrépido y audaz defensor de Cristo: no dudó en gastar todas sus energías por él con el fin de difundir por todas partes su luz; no aceptó ceder a componendas cuando se trataba de proclamar y defender su Verdad; no se cansó nunca de difundir su amor. Desde el inicio de su pontificado hasta el 2 de abril de 2005, no tuvo miedo de proclamar, a todos y siempre, que sólo Jesús es el Salvador y el verdadero Liberador del hombre y de todo el hombre.
En la primera lectura escuchamos las palabras dirigidas a Abraham: "Te haré muy fecundo" (Gn 17, 6). Si testimoniar la propia adhesión al Evangelio nunca es fácil, ciertamente conforta la certeza de que Dios hace fecundo nuestro empeño, cuando es sincero y generoso. También desde este punto de vista nos parece significativa la experiencia espiritual del siervo de Dios Juan Pablo II. Contemplando su existencia, vemos realizada en ella la promesa de fecundidad hecha por Dios a Abraham, de la que se hace eco la primera lectura, tomada del libro del Génesis.
Se podría decir que, especialmente en los años de su largo pontificado, él engendró para la fe a muchos hijos e hijas. De ello sois signo visible vosotros, queridos jóvenes presentes esta tarde: vosotros, jóvenes de Roma, y vosotros, jóvenes llegados de Sydney y de Madrid, que representáis idealmente a las multitudes de chicos y chicas que participaron en las veintitrés Jornadas mundiales de la juventud que se han celebrado ya en diversas partes del mundo. ¡Cuántas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, cuántas jóvenes familias decididas a vivir el ideal evangélico y a tender a la santidad están vinculadas al testimonio y a la predicación de mi venerado predecesor! ¡Cuántos chicos y chicas se han convertido o han perseverado en su camino cristiano gracias a su oración, a su ánimo, a su apoyo y a su ejemplo!
Es verdad. Juan Pablo II lograba comunicar una fuerte carga de esperanza, fundada en la fe en Jesucristo, que "es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8), como rezaba el lema del gran jubileo del año 2000. Como padre afectuoso y atento educador, indicaba puntos de referencia seguros y firmes, indispensables para todos, de modo especial para la juventud. Y en la hora de la agonía y de la muerte, esta nueva generación quiso manifestarle que había comprendido sus enseñanzas, recogiéndose silenciosamente en oración en la plaza de San Pedro y en muchos otros lugares del mundo. Los jóvenes sentían que su muerte constituía una pérdida: moría "su" Papa, al que consideraban "su padre" en la fe. Al mismo tiempo, advertían que les dejaba en herencia su valor y la coherencia de su testimonio.
¿No había subrayado muchas veces la necesidad de una adhesión radical al Evangelio, exhortando a adultos y jóvenes a tomar en serio esta responsabilidad educativa común? Como sabéis, yo también he querido retomar este anhelo suyo, hablando en diversas ocasiones de la emergencia educativa que concierne hoy a las familias, a la Iglesia, a la sociedad y especialmente a las nuevas generaciones. En la edad del crecimiento, los muchachos necesitan adultos capaces de proponerles principios y valores; sienten la necesidad de personas que sepan enseñar con la vida, antes que con las palabras, a gastarse por altos ideales.
¿Pero de dónde sacar la luz y la sabiduría para llevar a cabo esta misión, que implica a todos en la Iglesia y en la sociedad? Ciertamente, no basta aprovechar los recursos humanos; es necesario fiarse también y en primer lugar de la ayuda divina. "El Señor es fiel por siempre": así hemos rezado hace poco en el Salmo responsorial, seguros de que Dios nunca abandona a quienes permanecen fieles a él. Esto nos recuerda el tema de la 24ª Jornada mundial de la juventud, que se celebrará a nivel diocesano el domingo próximo. Está tomado de la primera carta de san Pablo a Timoteo: "Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo" (1 Tm 4, 10). El Apóstol habla en nombre de la comunidad cristiana, en nombre de cuantos han creído en Cristo y son diversos de "los demás que no tienen esperanza" (1 Ts 4, 13), precisamente porque esperan, es decir, tienen confianza en el futuro, una confianza que no se basa sólo en ideas o previsiones humanas, sino en Dios, en el "Dios vivo".
Queridos jóvenes, no se puede vivir sin esperar. La experiencia muestra que todo, incluida nuestra vida misma, corre peligro, puede derrumbarse por cualquier motivo interno o externo a nosotros, en cualquier momento. Es normal: todo lo humano, y por tanto también la esperanza, no tiene fundamento en sí mismo, sino que necesita una "roca" en la cual apoyarse. Por eso, san Pablo escribe que los cristianos están llamados a fundar la esperanza humana en el "Dios vivo". Sólo en él es segura y fiable. Más aún, sólo Dios, que en Jesucristo nos ha revelado la plenitud de su amor, puede ser nuestra esperanza firme, pues en él, nuestra esperanza, hemos sido salvados (cf. Rm 8, 24).
Pero, prestad atención: en momentos como este, dado el contexto cultural y social en que vivimos, podría ser más fuerte el riesgo de reducir la esperanza cristiana a una ideología, a un eslogan de grupo, a un revestimiento exterior. Nada más contrario al mensaje de Jesús. Él no quiere que sus discípulos "representen un papel", quizás el de la esperanza. Quiere que "sean" esperanza, y sólo pueden serlo si permanecen unidos a él. Quiere que cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, sea una pequeña fuente de esperanza para su prójimo, y que todos juntos seáis un oasis de esperanza para la sociedad dentro de la cual estáis insertados.
Ahora bien, esto es posible con una condición: que viváis de él y en él, mediante la oración y los sacramentos, como os he escrito en el Mensaje de este año. Si las palabras de Cristo permanecen en nosotros, podemos propagar la llama del amor que él ha encendido en la tierra; podemos enarbolar la antorcha de la fe y de la esperanza, con la que avanzamos hacia él, mientras esperamos su vuelta gloriosa al final de los tiempos. Es la antorcha que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado en herencia. Me la entregó a mí, como sucesor suyo; y yo esta tarde la entrego idealmente, una vez más, de un modo especial a vosotros, jóvenes de Roma, para que sigáis siendo centinelas de la mañana, vigilantes y gozosos en esta alba del tercer milenio. Responded generosamente al llamamiento de Cristo. En particular, durante el Año sacerdotal que comenzará el 19 de junio próximo, si Jesús os llama, estad prontos y dispuestos a seguirlo en el camino del sacerdocio y de la vida consagrada.
"Este es el momento favorable, este es el día de la salvación". En la aclamación antes del Evangelio, la liturgia nos ha exhortado a renovar ahora —y en cada instante es "momento favorable"— nuestra decidida voluntad de seguir a Cristo, seguros de que él es nuestra salvación. Este es, en el fondo, el mensaje que nos repite esta tarde el querido Papa Juan Pablo II. Mientras encomendamos su alma elegida a la intercesión maternal de la Virgen María, a la que siempre amó tiernamente, esperamos vivamente que desde el cielo no cese de acompañarnos y de interceder por nosotros. Que nos ayude a cada uno de nosotros a vivir repitiendo día tras día a Dios, como él hizo, por medio de María, con plena confianza: Totus tuus! Amén.
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