lunes, 11 de febrero de 2013

MONS. HÉCTOR AGUER: LA CUARESMA



  Ha llegado nuevamente la Cuaresma. Solemos decir que este año se ha anticipado, que “cae temprano”. Siendo la Pascua una fiesta móvil, que ha de coincidir con el plenilunio de primavera del hemisferio norte, el inicio del período preparatorio se ubica cuarenta días antes; este año nos sorprende en plenas vacaciones, en medio de la distensión veraniega. Muchas veces ocurre así en este lejano sur. Esta circunstancia representa una dificultad suplementaria . Es siempre difícil asumir con atención alerta, con disposición plena de la voluntad, el llamado cuaresmal a la conversión y traducir en términos actuales –en el contexto de nuestra cultura vertiginosa y secularizada- las obras penitenciales que nos ha transmitido la tradición eclesial. Parece más difícil intentarlo en vacaciones, cuando el espíritu tiende a acompañar con una dispersión inevitable, con el aflojamiento de todos los esfuerzos, el necesario descanso corporal.

Es posible, además, que nos asalte la memoria otras cuaresmas, de otras pascuas, en las que no ha pasado casi nada; tiempos vividos más o menos rutinariamente, que no han sido percibidos ni experimentados como un kairós, como un momento favorable, como día de salvación (cf. 2 Cor. 6,2)Sin embargo, otra vez este año, Dios nos ofrece en la Iglesia una nueva oportunidad. Recrea para nosotros el anuncio del profeta que es una exhortación urgente, un grito de alarma destinado a sacudir no solo la estacional modorra del verano, sino la que crónicamente puede haberse alojado en el corazón: Conviértanse a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; desgarren su corazón y no sus vestiduras y vuelvan al Señor su Dios (Joel 2, 13).

La oración litúrgica de este día parece aludir al inicio de este tiempo como a una conscripción o leva militar; habla, en efecto, del combate cristiano y de sus armas, de la lucha contra el espíritu del mal. Corresponde que nos dispongamos a afrontar esta Cuaresma, a asumirla, no como una repetición sino como si fuera la única, la oportunidad decisiva, que nos es ofrecida para que –como señalan también las oraciones del rito de la ceniza- podamos celebrar el misterio pascual de Cristo con un espíritu purificado. Esta es la meta y el fruto: obtener el perdón de los pecados– en el sentido más profundo que pueda entenderse- y una nueva vida a imagen del Resucitado cuando está resucitando, de Cristo en su mañana pascual.

¿Cómo interpretar, entonces, el llamado cuaresmal a la conversión? El problema de la metánoia, de la conversión evangélica, se sitúa en el centro del yo personal, en el plano de la comprensión de la realidad, del conocimiento de nosotros mismos, de nuestra ubicación en el mundo y nuestra relación  con Dios y con nuestro prójimo. La Conversión importa una renovación de la conciencia: hallar nuestro auténtico yo, el que se esconde detrás de las máscaras que nos representan ante los demás, recobrar su unidad recogiendo los fragmentos en los que se atomiza según nuestros impulsos. Podríamos interpretar la conversión como el proceso que va de los impulsos a la voluntad; de una libertad caprichosa, pasional, anárquica –una presunta libertad- del nivel superficial de lo efímero, de la sinrazón, a la libertad verdadera, a la decisión de una voluntad purificada, fundada en la razón, en la razón de la fe, y hábil para el auténtico amor, para la caridad. Apelando al vocabulario semítico habría que decir que el proceso de la conversión consiste en un itinerario hacia el lugar del corazón, y que la metánoia evangélica en cuanto tal se verifica precisamente allí. El corazón no es la sede de los sentimientos y emociones sino del proyecto vital, de las grandes decisiones que orientan  la existencia, o tuercen su ruta. ¡Desgarren su corazón y no sus vestiduras! dice Dios por boca del profeta. No se nos invita a un acomodo exterior y provisorio de nuestra vida, sino a la reubicación profunda de nuestro ser. Por eso, asumiendo ese propósito, hemos cantado con el salmista: Crea en mí, Dios mío, un corazón puro y renueva un espíritu firme en mi interior (Sal. 50,12). El Evangelio que hemos escuchado nos recuerda el significado genuino de las obras cuaresmales: el ejercicio de la misericordia, de la oración y de las privaciones voluntariamente asumidas; no valen por su pura materialidad, por la apariencia, sino por su arraigo en el interior, en lo secreto donde sólo llega la mirada del Padre, en el hombre escondido del corazón (1Pe.3,4).

Para comprender qué se nos requiere en el llamado cuaresmal a la conversión  tendríamos que evitar un último subterfugio. Por hipótesis, los cristianos estamos todos convertidos. Con mayor razón podemos pensar nosotros que lo estamos si –según es posible conjeturar- vivimos habitualmente en gracia de Dios. Pero la tradición católica, fundada en la experiencia de los santos y en la enseñanza de los grandes maestros de espiritualidad, afirma la posibilidad, la existencia, la necesidad de varias conversiones en la vida cristiana, de momentos cruciales en los que se verifica el crecer hacia Cristo (Ef. 4,15) hasta llegar al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo (ib. 4,13). Un caso típico de conversión cuaresmal, de don que se debe implorar y tarea que corresponde emprender, sería el paso de un cristianismo ordinario, convencional, tibio, no comprometido, a una vida de fervorosa unión al Señor y de búsqueda efectiva de la santidad. Efectiva implica superar la mera veleidad para empeñarse en un querer eficaz y en poner los medios eficaces para alcanzar la meta.

Contamos en la Iglesia  con un instrumento valiosísimo para concretar aquella conversión ulterior a la que se nos llama en el anuncio cuaresmal: es el sacramento de la Reconciliación y su uso, la confesión frecuente. Al tribunal de la misericordia lleva  el cristiano no sólo sus pecados, sino también su arrepentimiento, los actos y propósitos por medio de los cuales, bajo el influjo de la gracia de Dios, procura superar definitivamente el pecado. Lleva el proceso de conversión que el Señor, por su bondad, por su gran compasión (Sal. 50,3) ha iniciado en el corazón del cristiano moviendo hacia sí, hacia su Dios, la precaria libertad humana. En este sentido puede decirse que la materia del sacramento de la Reconciliación  es la virtual de virtud; la absolución sacramental, por su parte, logrará que el proceso de conversión alcance su plena madurez sobrenatural.

La Iglesia recomienda la confesión frecuente aun de los pecados veniales, con tal que exista un firme propósito de superar el apego a ellos, que cristalizados en hábitos configuran la personalidad y la estancan en la imperfección. Cada persona carga con defectos que la caracterizan y que se yerguen como obstáculos en el camino hacia la santidad; en ese nivel de hondura hay que aplicar el ejercicio cuaresmal, para identificar los hábitos de pecado y sobre todo el defecto dominante, y combatirlos con generosidad y denuedo. Al preparar la confesión se debe mirar no sólo a los actos cometidos sino también a las raíces de los mismos, a sus circunstancias psicológicas y ambientales, a las fallas de carácter y a los influjos que sufrimos, a los mecanismos automáticos de nuestro obrar. En este plano se sitúa la obra penitencial por excelencia. Es oportuno recordar lo que enseña San León Magno sobre el ayuno, el cual ha de consistir mucho más en la privación de nuestros vicios que en la de los alimentos. Con el mismo criterio corresponde revisar nuestra relación con Dios -la oración- y con nuestros hermanos – el ejercicio de la caridad.

Una Cuaresma bien vivida exige renunciamientos, sobre todo la renuncia al espejismo y al autoengaño de buscar “facilidades” en nuestra vida espiritual y una cómoda instalación en el puesto al que nos ha confinado nuestra rutina. Viene al caso lo que afirma el filósofo Maurice Blondel: obrar es sufrir porque significa elegir, limitarse, y el sufrimiento es signo de reparación y de progreso que nos arranca del engaño de querer lo menos para llevarnos  a querer lo más, que es en nosotros lo nuevo, lo infinito que traspasa nuestras vidas como una espada reveladora.

Contamos también los católicos con un complemento de la intervención de la Iglesia en el perdón de los pecados: es el don de la indulgencia. La doctrina eclesial la presenta como la remisión de la pena temporal debida por los pecados que ya han sido borrados en lo que hace a la culpa. No es fácil explicar qué significa la pena temporal y los teólogos ofrecen distintos argumentos. Digamos que la adhesión desordenada a las criaturas, a los bienes creados, no queda suprimida por el retorno a Dios; permanece un resto de negatividad por el hecho de haber pecado, un resto  que deberá expiarse por medio de una libre compensación de amor que repare el desorden y restaure la armonía de la personalidad desgarrada. La gracia de la indulgencia ayuda a cumplir el proceso objetivo de maduración espiritual del cristiano; suple la imperfección de nuestro amor y de nuestra conversión, la falta de santidad, ya que las consecuencias vigentes del pecado imponen un retardo a la perfecta unión  con Dios.

El bien de la indulgencia procede del tesoro espiritual de la Iglesia, que es communio sanctorum: comunión de los santos, comunión en las realidades santas. En la intimidad misteriosa de la Iglesia se verifica una estrecha solidaridad entre todos sus miembros: la gracia que enriquece a cada miembro acrecienta la santidad del todo eclesial, el pecado de cada uno introduce en el todo un desmedro de santidad. La comunión de los bienes espirituales en el Cristo total –que es como una mística persona-consiste en el valor infinito de la redención de Cristo, participado a todos sus miembros . Hay una dimensión estrictamente personal de la satisfacción, el mérito y la santidad, que no es comunicable. Pero ciertamente, la santidad y los méritos de unos pueden obtener  para otros, de la misericordia de Dios, las gracias que éstos necesitan; los sufrimientos de las almas santas, que superan la medida de la propia expiación, como satisfacción sobreabundante , compensan lo que a otros falta en el orden de la perfección espiritual.
                

La autoridad de la Iglesia orienta y administra  este intercambio espiritual, que depende de la libre voluntad de Dios; lo hace determinando las condiciones de su aplicación. La Iglesia interviene con su intercesión en el proceso de la conversión personal de sus hijos. No hay indulgencia sin conversión, sin el dinamismo creciente de la caridad. Para obtenerla en plenitud, además del estado de gracia, la confesión sacramental, la comunión eucarística y la oración por las intenciones del Sumo Pontífice, hace falta que se excluya todo apego al pecado, aun venial. La búsqueda del don de la indulgencia debe ser un estimulo para transformar con un amor más ferviente la vida cotidiana y los gestos religiosos habituales. Para favorecerlo, la Iglesia concede indulgencia plenaria a obras practicadas comúnmente por los fieles, tales como media hora de adoración del Santísimo Sacramento o la lectura de la Sagrada Escritura, el rezo del Vía Crucis   y del Rosario en comunidad y enriquece con indulgencia parcial el uso de sencillas oraciones, incluso de la Señal de la Cruz.
                
En la institución eclesial de la Cuaresma, en los instrumentos y recursos que nos ofrece, se manifiesta la gran misericordia de Dios que conoce de qué estamos hechos, sabe muy bien que no somos más que polvo, y nos trata como un padre cariñoso con sus hijos (Sal. 102,13-14). Emprendamos pues el camino cuaresmal con decisión, con alegría, como una respuesta agradecida a su amor paternal. 

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