miércoles, 13 de diciembre de 2017

HANS URS VON BALTHASAR: TERCER DOMINGO DE ADVIENTO (B)



Is 61,1-2a. 10-11 ; 1 Ts 5,16-24 ; Jn 1,6-8.19-28

Domingo de Gaudete: esperamos a Dios no con temor y temblor, sino con alegría. El profeta anuncia su llegada en la primera lectura e indica la razón de esta alegría: la venida del enviado del Señor significará la curación y la liberación para todos los pobres, atribulados, cautivos y prisioneros. Este año de gracia del Señor nos concierne a todos, porque en el fondo todos nosotros estamos encerrados en nosotros mismos, encadenados por nosotros mismos; no somos incólumes, sino que somos tan pobres y estamos tan atribulados que no podemos curarnos a nosotros mismos. Pero Dios no nos traerá esta curación desde fuera, por un milagro externo, sino desde dentro de nosotros mismos, al igual que el organismo sólo se cura desde su interior. Y como Dios ha derramado su Espíritu en nuestros corazones, éste puede transformarnos desde dentro: Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas. El Dios que nos ha creado no está lejos de nuestro fondo más íntimo, ni es ajeno a él; Dios tiene la llave de nuestra intimidad más secreta. Quizá sólo con el paso del tiempo nos demos cuenta de que Dios trabaja ya en nosotros desde hace mucho tiempo.

Crecimiento de la vida interior. Y así crecemos en los sentimientos o actitudes que la segunda lectura exige de nosotros: porque pertenecemos a Cristo, debe prevalecer en nosotros la alegría; porque no podemos curarnos a nosotros mismos ni realizarnos plenamente desde nosotros mismos, debemos rezar, dar gracias a Dios y hacer sitio al Espíritu que actúa en nosotros, no debemos menospreciar la enseñanza que viene de Dios -¡cuántas veces la dejamos de lado porque creemos que ya no tenemos nada que aprender!-; hemos de aprender a distinguir el bien del mal y, dejando hacer a Dios, no pasivamente sino activamente, dar al Espíritu que habita en nosotros la oportunidad de actuar. Como contrapartida, se nos promete la paz de Dios en todo nuestros ser, que aquí aparece dividido en tres aspectos: nuestro cuerpo, nuestra alma y, más allá de ellos, nuestro espíritu, es decir, precisamente esa profundidad secreta de nuestro yo donde actúa el Espíritu Santo y donde, en lo más profundo de nuestra intimidad, se abre una puerta hacia Dios, a través de la cual él puede entrar en su propiedad.

Distancia como proximidad. El que es consciente de esto puede, como el Bautista en el evangelio, ser testigo de la luz de Dios y a la vez negar tenaz y rotundamente que él sea la luz. Está muy lejos de querer decir que él sea la luz en lo más profundo de sí mismo, no es la luz ni siquiera en la chispa más íntima de sí mismo, donde su espíritu está en contacto con el Espíritu de Dios. Cuanto más se acerca el hombre a Dios para dar testimonio de él, tanto más claramente ve la distancia que existe entre Dios y la criatura. Cuanto más espacio deja a Dios dentro de sí, tanto más se convierte en un puro instrumento de Dios: una voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor. Cuanto más trata Dios a la Madre de su Hijo como su morada, más se siente ella como la humilde esclava. El Bautista, al que se pregunta en el evangelio con qué autoridad bautiza, distingue finalmente: Yo bautizo con agua, pero aquel de que yo doy testimonio bautizará con el Espíritu Santo; y aunque Jesús le considerará como el mayor de los profetas, él se siente indigno de desatar la correa de su sandalia. Tu puedes llamare amigo, pero yo me considero siervo (san Agustín).

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