jueves, 21 de diciembre de 2017

HANS URS VON BALTHASAR: CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO (B)


2 S 7,1-5.8b-12,14a.16 ; Rm 16, 25-27 ; Lc 1,26-38

La casa de David. En la primera lectura, el rey David, que habita en su palacio, tiene mala con ciencia de que, mientras él vive en casa de cedro, Dios tenga que conformarse con una simple tienda. Por eso decide, como hacen casi todos los reyes de los pueblos, construir una morada digna para Dios. Pero entonces el propio Dios interviene, y sus palabras son tanto una reprensión como una promesa. David olvida que es Dios el que ha construido todo su reino, desde el mismo instante en que, siendo David un simple pastor de ovejas, le ungió rey, acompañándole desde entonces en todas sus empresas. Pero la gracia llega aún más lejos: la casa de Dios ha comenzado, el mismo Dios la construirá hasta el final: en la descendencia de David y finalmente en el gran descendiente suyo con el que culminará la obra. Dios no habita en la soledad de los palacios, sino en la compañía los hombres que creen y aman; éstos son sus templos y sus iglesias, y nunca conocerán la rutina. La casa de David se consolidará y durará por siempre en su hijo. Esto se cumple en el evangelio.

La Virgen desposada con un varón de la casa de David es elegida por Dios para ser un templo sin igual. Su hijo, concebido en su vientre por obra del Espíritu Santo, establecerá su morada en ella, y todo el ser de la Madre contribuirá a la formación del Hijo hasta convertirlo en un hombre perfecto. También aquí el trabajo de Dios no comienza sólo desde el instante de la Anunciación, sino desde el primer momento de la existencia de María. En su Inmaculada Concepción, Dios ha comenzado ya a actuar en su templo: sólo porque Dios la hace capaz de responderle con un sí incondicional, sin reservas, puede establecer su morada en ella y garantizarle, como a David, que esta casa se consolidará y durará por siempre. Reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin. El Hijo de María es mucho más que el hijo de David: Es más que Salomón. (Mt 12,42). El propio David lo llama Señor (Mt 22,45). Pero aunque Jesucristo edificará el templo definitivo de Dios con piedras vivas (1 P 2,5) sobre sí mismo como piedra angular, nunca olvidará que se debe a la morada santa que es su Madre, al igual que procede de la estirpe de David por José. La maternidad de María es tan imperecedera que Jesús desde la cruz la nombrará Madre de su Iglesia: ésta procede ciertamente de su carne y sangre, pero su Cuerpo místico, la Iglesia, al ser el propio cuerpo de Jesús, no puede existir sin la misma Madre, a la que él mismo debe su existencia. Y a los que participan, dentro de la Iglesia, en la fecundidad de María, él les da también una participación en su maternidad (Metodio, Banquete III, 8).

El templo que Dios se construye no se concluirá hasta que todas las naciones hayan sido traídas a la obediencia de la fe. Eso es precisamente lo que se anuncia al final de la carta a los Romanos. Esta construcción definitiva es operada por los cristianos ya creyentes, que no se encierran dentro de su Iglesia, sino que están abiertos al misterio que les ha sido revelado por Dios y, en razón de la profecía de los Escritos proféticos, en los que se habla de David y de la Virgen, creen que el evangelio no se limita exclusivamente a la Iglesia, sino que afecta al mundo en su totalidad. El templo construido por Dios remite siempre, más allá de sí mismo, a una construcción mayor que ha sido proyectada por Dios y que no concluirá hasta que haga de los enemigos de Cristo estrado de sus pies y Cristo devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza (1 Co 15,24s).

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