sábado, 23 de diciembre de 2017

HANS URS VON BALTHASAR: NOCHE BUENA

Is 9,1-3.5-6 ; Tt 2,11-14 ; Lc 2, 1-14
 
El signo del Niño. La providencia de Dios crea la constelación perfecta que se requiere para el acto central de la historia de mundo. El Mesías, en el evangelio, debe no solamente descender de la estirpe de David, por medio de José, sino también nacer en la ciudad de David. El decreto del emperador romano debe contribuir a ello. El Mesías debe nacer como niño porque así lo quiere la profecía: Un niño nos ha nacido. Y sólo porque es un niño su reino será grande. El Niño debe nacer en la pobreza del mundo (no es casual que no haya sitio en la posada), para participar así desde el principio en su pobreza. Y si sobre esta amarga pobreza (de un establo y un pesebre) se manifiesta todo el esplendor del cielo, es sólo para, desde el gran canto de alabanza, remitir a la gente sencilla al signo más pobre todavía: en la hora suprema del cumplimiento de Israel, ésta es la señal: Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Es como una universalidad vertical: entre la gloria más esplendente de arriba y la pobreza más extrema de abajo, reina una perfecta correspondencia y unidad.

Termina la guerra. La gran alegría mesiánica resuena en la primera lectura –la profecía de Isaías- en la luz que resplandece sobre la humanidad que caminaba en tinieblas; con motivo del nacimiento del niño, su júbilo aumenta como en una donación festiva. Nos ha nacido un niño, un hijo se nos ha dado. Todo lo que el niño será y hará, lo será y lo hará por nosotros. La profecía cumplida del Mesías sobre el trono de David nos dice que la paz hasta ahora inimaginable y la plena justicia de la alianza han comenzado definitivamente desde ahora y por siempre. Esta paz era inconcebible hasta el presente porque tiene el poder de acabar con la guerra; por este motivo, el nuevo soberano debe llamarse a la vez Dios guerrero y Príncipe de la paz. Jesús dirá las dos cosas: él ha venido para traer la paz y la espada; pero una espada que puede y debe destruir la guerra y traer una paz sin límites. Se trata de una nueva universalidad sobre todas las fuerzas y posibilidades del hombre: la guerra que supone tomar partido por el niño y comprometerse con su causa será el camino hacia su reino de paz. La muerte ha sido absorbida en la victoria (1 Co 15,54) y la guerra en la paz.

Para salvar a todos los hombres
. La última universalidad, por así decirlo horizontal, es proclamada en la segunda lectura, de la carta a Tito, que extiende la mesianidad del Niño más allá de Israel, a toda la humanidad. El pueblo purificado, que es propiedad particular de Dios, no será ya un pueblo separado del resto de los pueblos, sino que todos los que en el mundo entero se decidan a pasar del ateísmo al seguimiento de Cristo, pertenecerán en lo sucesivo a él. Por eso aquí, desde la Navidad, se mira prolépticamente a la cruz: a la entrega de Jesús por nosotros (pro nobis) para rescatarnos de toda impiedad (v.14). Navidad, como descenso de Dios en la pobreza, no es más que el preludio de lo que se consumará después en la cruz y en Pascua: la redención no sólo de Israel, sino la salvación de toda la humanidad. Como dicen los Padres de la Iglesia: Se hizo hombre para poder morir.

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