Una vez cumplida la obra que el Padre había confiado al Hijo en la tierra [12], el día de Pentecostés fue enviado el Espíritu Santo para santificar incesantemente a la Iglesia, y para que los creyentes tuvieran así acceso al Padre por medio de Cristo en un solo Espíritu [13]. Este es el Espíritu que da la vida, es un manantial de agua que salta hasta la vida eterna [14]; por medio de El el Padre da de nuevo la vida a los hombres muertos por el pecado hasta que, un día, resucite en Cristo sus cuerpos mortales [15]. El Espíritu tiene su morada en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo [16], ora en ellos y da testimonio de su adopción filial [17]. El guía a la Iglesia hacia la verdad completa [18], la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos [19]. Con la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Porque el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: «Ven» [20]. Y así, la Iglesia universal se presenta como «un pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» [21]: he ahí el paso ciertamente más rico, más sintético, aunque no único, que indica cómo, en el conjunto de las enseñanzas del Vaticano II, vive con una vida nueva y brilla con un nuevo esplendor la verdad del Espíritu Santo, a la que hace 1600 años dio tan cualificada expresión el Concilio Constantinopolitano I.
Toda la labor de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha propuesto e iniciado tan providencialmente —renovación que debe ser al mismo tiempo "puesta al día" y consolidación en lo que es eterno y constitutivo para la misión de la Iglesia— no puede realizarse a no ser en el Espíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su virtud. Esto es importante, muy importante, para toda la Iglesia en su universalidad, lo mismo que para toda la Iglesia particular en la comunión con todas las demás Iglesias particulares. Esto es importante también para la vía ecuménica dentro del cristianismo y para su vía en el mundo contemporáneo, que debe desarrollarse en la dirección de la justicia y de la paz. Esto es importante también para la obra de las vocaciones sacerdotales o religiosas y al mismo tiempo para el apostolado de los seglares como fruto de una nueva madurez de su fe.
[12] Cf. Jn. 17, 4.
[13] Cf. Ef 2, 18.
[14] Cf. Jn 4. 14; 7, 38-39.
[15] Cf. Rom 8, 10-11.
[16] Cf. Cor 3, 16; 6, 19.
[17] Cf. Gál 4, 6; Rom 8, 15-16 y 26.
[18] Cf. Jn 16, 13.
[19] Cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22.
[20] Cf. Apc 22, 17.
FUENTE: CARTA APOSTÓLICA , A CONCILIO CONSTANTINOPOLITANO I, 1981
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