Para el hombre religioso, los momentos de oración son los momentos de verdad de la propia vida, porque se sitúa ante el misterio profundo de la propia existencia. Sólo en la oración, cuando se encuentra en la soledad ante Dios y se dirige a él, el hombre es plenamente él mismo, sin apariencias ni ficciones. En la oración está completamente solo consigo mismo y con la propia conciencia, y, al mismo tiempo, con Dios. Está ante él y no puede esconderle nada. Sus deseos más profundos, sus ideales, pero también su debilidad, aparecen a plena luz, a la luz de Dios mismo.
En la oración, el hombre dirige una mirada límpida y objetiva a la propia interioridad y ve la orientación fundamental y más auténtica de la propia existencia. La oración lo eleva por encima de cotidianidad de sus ocupaciones profanas, lo libera de una visión mundana de la existencia y le hace arrodillarse ante Dios, en actitud de orante, pecador o niño, para pedir a Dios, darle gracias o hablarle con confianza. Así entra en el mundo trascendente que, en la vida ordinaria, queda inaccesible para la mayor parte de los hombres.
La diferencia entre la oración y una introspección puramente humana está en que quien ora no se propone conocerse a sí mismo en el ámbito reducido de la propia conciencia, sino la luz de Dios y en diálogo con él. El corazón y la conciencia están abiertos a él. En la oración, el hombre dirige sobre sí mismo una mirada serena y mucho más objetiva que en una análisis introspectivo. Aprende también a conocerse mejor. Y en vez de provocar desánimo o complacencia, la oración suscita en él serenidad y humildad ante Dios y, por otra parte, deseo de él, esperanza y alegría en él. En vez de mirarse sólo a sí mismo, el hombre dirige la mirada a Dios y se ve con la luz que proviene de él. Así realiza plenamente lo que san Agustín escribió en el célebre pasaje del principio de sus Confesiones: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti”. En la oración, cuando se encuentra ante Dios, el hombre puede ya, en cierto sentido, descansar en él; puede, aunque sea tras el velo misterioso de la fe, encontrar y relacionarse de veras con Dios.
La oración es el diálogo en que se actúa la nueva alianza entre Dios y el hombre, y se realiza la profecía de Jeremías: “Pondré mi ley en su interior; la escribiré en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Para instruirse no necesitaran animarse unos a otros diciendo: ¡Conoced al Señor! , porque me conocerán todos, desde el más pequeño hasta el mayor, oráculo del Señor (Jr 31,33-34).
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