
Las grandes lecturas de la liturgia de hoy giran en torno al misterio central de la cruz, un misterio que ningún concepto humano puede expresar adecuadamente. Pero las tres aproximaciones bíblicas tienen algo en común: que el milagro inagotable e inefable de la cruz se ha realizado por nosotros. El siervo de Dios de la primera lectura ha sido ultrajado por nosotros, por su pueblo; el sumo sacerdote de la segunda lectura, a gritos y con lágrimas, se ha ofrecido a sí mismo como víctima a Dios para convertirse, por nosotros, en el autor de la salvación; y el rey de los judíos, tal y como lo describe la pasión según san Juan, ha cumplido por nosotros todo lo que exigía la Escritura, para finalmente, con la sangre y el agua que brotó de su costado traspasado, fundar su Iglesia para la salvación del mundo.
El sumo sacerdote. En la Antigua Alianza el sumo sacerdote podía entrar una vez al año en el Santuario y rociarlo con la sangra sacrificial de un animal. Pero ahora, en la segunda lectura, el sumo sacerdote por excelencia entra con su propia sangre (Hb 9,12), por tanto como sacerdote y como víctima a la vez, en el verdadero y definitivo santuario, en el cielo ante el Padre; por nosotros ha sido sometido la tentación humana; por nosotros ha orado y suplicado a Dios en la debilidad humana, a grito y con lágrimas; y por nosotros el Hijo, sometido eternamente al Padre, “aprendió”, sufriendo, a obedecer sobre la tierra, convirtiéndose así en autor de salvación eterna para todos nosotros. Tenía que hacer todo como Hijo de Dios para poder realizar eficazmente toda la profundidad de su servicio y sacrificio obedientes.
El rey. En la pasión según san Juan Jesús se comporta como un auténtico rey en su sufrimiento: se deja arrestar voluntariamente; responde soberanamente a Anás que él ha hablado abiertamente al mundo; declara su realeza ante Pilato, una realeza que consiste en ser testigo de la verdad, es decir, en dar testimonio con su sangre de que Dios ha amado al mundo hasta el extremo. Pilato le presenta como un rey inocente ante el pueblo que grita crucifícalo. “¿A vuestro rey voy a crucificar?”, pregunta Pilato y, tras entregar a Jesús para que lo crucificaran, manda poner sobre la cruz un letrero en el que estaba escrito: “El rey de los judíos”. Y esto en las tres lenguas del mundo, irrevocablemente. La cruz es el trono real desde el que Jesús “atrae hacia él” a todos los hombres, desde el que funda su Iglesia, confiando su Madre al discípulo amado, que la introduce en la comunidad de los apóstoles, y culmina la fundación confiándole al morir su Espíritu Santo viviente, que infundirá en Pascua.
Los tres caminos conducen, desde sitios distintos, al “refulgente misterio de la cruz” (fulget crucis mysterium); ante esta suprema manifestación del amor de Dios, el hombre sólo puede prosternarse en actitud de adoración.
No hay comentarios:
Publicar un comentario