1. La contemplación de Cristo
Si, al decir de Santo Tomás, el apostolado es entregar a los demás lo que previamente se ha contemplado, pocos como San Pablo han sido apóstoles de manera tan cabal.
Se trata, al parecer, de una mutua inhesión: Pablo ha penetrado en el corazón de Cristo, ha sondeado sus abismos, se ha encendido en ese horno ardiente de caridad, ha mensurado la inconmensurabilidad del amor encarnado, por una parte; pero por otra, ese Cristo ha penetrado en su corazón humano y lo ha ensanchado a la medida de su corazón divino, para hacerlo capaz de contemplar lo que no se puede ver.
Cada santo capta con más intensidad un aspecto particular de la polifacética riqueza de Cristo. Porque el misterio de Cristo es inagotable. Quizás el aspecto que contempló mejor San Pablo y se apoderó de él sea la misión recapitulatoria de Cristo, su señorío y su realeza eterna y temporal. Según la visión paulina, Dios se propuso un plan en Cristo, para que fuese realizado al cumplirse la plenitud de los tiempos, «recapitulando todas las cosas en El, las del cielo y las de la tierra» (Ef 1,10). Todo lo puso bajo sus pies, y a El lo puso por cabeza de todas las cosas, en la Iglesia, que es su cuerpo (cf. Ef 1,22-23), «para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Fil 2,10-11)
La totalidad de] apostolado de San Pablo no brotará sino de la contemplación de este misterio, que será el leit motiv de su diario trajinar: a la realeza de Cristo debía ordenarse la universalidad de las cosas.
«Ya el mundo, ya la vida, ya la muerte; ya lo presente, ya lo venidero, todo es vuestro les decía a los corintios; y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Cor 3,21-23).
De esa intuición, que va al centro del misterio de Cristo, deduciría el Apóstol todas las consecuencias para su vida interior y para su trabajo apostólico, sabiendo que Dios «nos ha de dar con El todas las cosas» (Rom 8,32).
2. La identificación con Cristo
El intenso amor que Pablo experimenta por Cristo no es sino el eco del amor que Cristo el primero le tuvo a él. Impresiona el uso sereno del pronombre personal en primera persona: «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). El mismo Pablo, que con acentos tan encendidos predicara el amor universal del Redentor, sabe bien que dicho amor no se diluye en el anonimato de un rebaño numeroso sino que se vuelca con toda su fuerza infinita sobre cada uno de los fieles, concretamente sobre él: «me amó». Este amor es un amor de amistad, fundado en la gracia, la vida divina que corre por las venas del cuerpo de Cristo y por las venas del alma de Pablo.
Se produce como una suerte de transfusión de sangre, de vida, de ideas, de voluntades, desde Cristo a su apóstol amado. No resulta, pues, petulante la afirmación de San Pablo: «Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2,16). Es que se ha hecho uno con el Amado, como lo dejó expresado tan admirablemente en la catequesis bautismal que incluye en su carta a los romanos, cuando dice que por el bautismo hemos sido injertados en Cristo, hemos muerto con El y con El hemos resucitado (cf. Rom 6,5-9); los adjetivos que emplea precedidos por la conjunción griega syn = con (co-muertos, co-resucitados) implican una intimidad profunda, casi metafísica. No exagera lo más mínimo cuando en su carta a los gálatas afirma llevar en su cuerpo «los estigmas del Señor» Tras haber dicho: «Jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6,14).
Pablo no aspira a otra cosa que al acrecentamiento de esta identificación. Lo único que anhela es que Cristo sea glorificado en su cuerpo, ya sea viviendo, ya muriendo, «que para mí la vida es Cristo, y la muerte, ganancia» (Fil 1,21). Se trata de un proceso de identificación progresiva, que poco a poco va extinguiendo todo lo que en Pablo no es asimilable por Cristo, hasta llegar a una especie de transustanciación mística, que le permitirá decir: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,19.20).
Ha vencido el más fuerte; el más débil ha hecho suyos los pensamientos, los afectos, las voluntades de Cristo. Esto y no otra cosa es la amistad consumada. Ya nadie podrá distanciar lo que Dios ha unido.
«¿Quién nos separará del amor de Cristo? –exclama, arrebatado, en carta a los romanos– ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Según está escrito: Por tu causa somos entregados a la muerte todo el día, somos mirados como ovejas destinadas a la muerte. Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque persuadido estoy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,35 39).
3. El apostolado en Cristo
Pablo ha quedado definitivamente polarizado en Cristo. En adelante sabe que ya coma, ya beba o ya haga cualquier otra cosa, lo hará todo para la gloria de Dios en Cristo (cf. 1 Cor 10,31). «Si vivimos, dice, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos» (Rom 14,8). Es el lenguaje del enamorado.
Propio es de la amistad amar todo lo que el amado ama. Una amistad que no llegara hasta allí estaría radicalmente falseada; no será sincera ni íntegra. Pues bien, Pablo sabe que Cristo no sólo «lo amó» a él, personalmente, sino que también dio su vida por toda la humanidad, como lo expresara en apretada frase: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros en ofrenda» (Ef 5,2). Ese mismo Jesús le había enseñado que El se identificaba con los cristianos cuando Pablo, entre anheloso y deslumbrado, le preguntara, en el camino de Damasco, al caer del caballo: «¿Quién eres, Señor?» y El le respondiera: «Soy Jesús a quien tú persigues» (Hch 9,5).
Perseguir a los cristianos no era otra cosa que perseguir a Jesús. A partir de ese momento, el Apóstol comprendió que no podría amar a Jesús de veras si excluía de su amor a aquellos por los cuales el Señor no había trepidado en darse hasta su último aliento. La llama de su apostolado se ha encendido en el corazón generoso de Cristo, horno ardiente de caridad Al evangelizar, será Cristo quien a través de él evangelice: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Cristo os exhortase por medio de nosotros» (2 Cor 5,20; cf. también 2 Cor 4,5). El enamorado ha encarnado la persona del amado.
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