lunes, 26 de mayo de 2008

MONSEÑOR HÉCTOR AGUER: ADORACIÓN, MARCHA Y DESTINO

La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo es una de las fechas mayores del calendario católico, una de las principales estaciones litúrgicas del año. Como sabemos muy bien, la Iglesia recibe con toda propiedad este nombre con el cual la designamos, que significa convocación, reunión, asamblea. Ekklesia, el sustantivo griego que se transcribe iglesia en castellano, procede de un verbo que significa llamar, convocar, congregar. Una sola familia, un solo pueblo, reunido por el abrazo del Resucitado que tiene las dimensiones universales de la cruz, cobija maternalmente a la gente más dispar, superando todas las barreras, más allá de todos los confines. Reunidos en la fe de los apóstoles, en la esperanza de la gloria, en el amor recíproco y común, el abrazo del Señor unifica a los fieles en un solo cuerpo por la recepción de un único pan.

En la asamblea litúrgica se realiza en acto la esencia de la Iglesia; con una especial concentración simbólica esto sucede en las grandes solemnidades marcadas, desde la antigüedad, como estaciones de la Iglesia local. Se llama misa estacional la que en esas circunstancias celebra el obispo en su catedral, como gran sacerdote de su grey, rodeado del presbiterio y de los demás ministros, con la plena y activa participación de todo el pueblo santo de Dios. Es la principal manifestación de la Iglesia local y de su unidad.

En la estación litúrgica del Corpus Christi somos convocados y nos reunimos para permanecer juntos ante el Señor, concentrados en la contemplación gozosa de su sacrificio y su sacramento, en la adoración de su presencia. En la lectura de la primera Carta a los Corintios, el Apóstol nos ha recordado la tradición eucarística, la orden que procede del Señor de celebrar los misterios como memorial de su muerte redentora. El breve pasaje del Génesis, el salmo responsorial y el relato evangélico se pueden sintetizar en la siguiente proposición: El que es sacerdote eterno a la manera de Melquisedec nos confió en la Eucaristía, bajo los signos de pan y vino, la actualización perenne de su sacrificio y del banquete espiritual que él mismo prefiguró cuando con cinco panes alimentó hasta la saciedad a cinco mil hombres. El motivo de alabanza que hoy se nos propone –reza la Secuencia, compuesta por Santo Tomás de Aquino- es el pan que da la vida... porque hoy celebramos el día en que se renueva la institución de este sagrado banquete. El banquete es el mismo Cristo.

La Eucaristía es memorial y sacramento de la pascua del Señor, pero también de su encarnación, y de todos los estados de su vida. Celebramos y recibimos a Cristo tal como se encuentra , en la plenitud de su estado glorioso, en el que se recapitulan todos su misterios: su infancia, los méritos de su vida y de su bienaventurada pasión, la dignidad y los tesoros de su condición de Resucitado y de su realeza universal desde la diestra del Padre.

Algunos teólogos y santos han subrayado las analogías entre la institución eucarística y el misterio de la encarnación apelando a la imagen de la alianza nupcial del Verbo, el Hijo de Dios, con los hombres, a los que desposó consigo. En la encarnación ha desposado consigo la naturaleza humana; ha entrado a formar parte de nuestra familia para que nosotros ingresáramos en la suya y participáramos de su condición filial. Somos sus hermanos, en él hijos del Padre. En la Eucaristía desposa nuestras personas en alianza de amor y nos eleva al estado de la unión divina. San Francisco de Sales escribió al respecto: El Salvador no puede ser considerado en una acción ni más amorosa ni más tierna que la de la comunión, en la cual él se anonada, por así decir, y se reduce a comida a fin de penetrar en nuestras almas y de unirse al corazón y al cuerpo de sus fieles. En aquella época, comienzos del siglo XVII, los católicos consideraban con admiración que la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía es un estado humillado y que el acto que la realiza es un acto asombroso de humildad por parte del Señor. Les conmovía hondamente que el Señor se dejara pisotear por los herejes que atacaban las iglesias para profanar el Santísimo Sacramento. Así como a nosotros, en esta época de ignorancia y perversión, debe arrancarnos gestos de dolor y de reparación la inconsciencia de los rateros que violan los sagrarios o se los llevan con su preciosa carga, estimando cosa de poca monta las especies consagradas.

En la estación litúrgica del Corpus Christi podemos aprender, para todo el año, o mejor dicho, podemos robustecer nuestra convicción de fe acerca del valor religioso de la adoración. Para eso, principalmente, nos reunimos hoy y permanecemos ante el Señor, vueltos hacia él.

La adoración comporta un aspecto exterior, físico, material. Por medio de ciertos gestos corporales se manifiesta la actitud interior, la devoción espiritual; no se debe despreciar la compostura, la modestia, la circunspección. Es importante el silencio: cohibir palabras y ruidos para poder introducir la calma en el vértigo tumultuoso de nuestros pensamientos; intenciones y afectos, para recoger nuestras potencias interiores y dedicarnos serenamente a contemplar al Señor, a concentrar en él los impulsos de nuestro corazón. El silencio es la puerta de la vida interior. El lugar no es por completo indiferente. Sin duda, se puede adorar al Señor en cualquier parte, pero vamos especialmente al templo para hacerlo, sobre todo a la capilla del sagrario, porque es ése un lugar consagrado a tal efecto, por los misterios y signos de santidad que allí se contienen, y porque allí nos sumamos al concurso de los hermanos que también adoran. De paso, recordemos que están fuera de lugar en el templo la algarada, los gritos y risotadas, la charla altisonante, como si se estuviera en el mercado, en la plaza o en una cancha de fútbol. La conciencia del misterio tremendo y fascinante de la Eucaristía se refleja en el respeto del lugar y del tiempo sagrados, así como también esa conciencia nos mueve a ponernos de rodillas para confesar nuestra fragilidad y nuestra sumisión ante Dios.

Por supuesto, el elemento principal de la adoración se encuentra en lo interior, en la devoción espiritual, en la prontitud y fervor de la voluntad. En el gesto religioso de la adoración se expresan la fe, la esperanza y la caridad, que constituyen el ámbito vital de nuestra unión con el Señor. En la adoración las virtudes teologales se unifican y se ejercen como disponibilidad: nos ponemos disponibles a la voluntad de Dios. El ad inicial de la adoración indica un movimiento, una marcha, un lanzamiento hacia la máxima cercanía, hacia la intimidad, para quedar pendientes, suspendidos de la Presencia de aquel que nos sostiene, nos rodea, nos penetra con su mirada y con su amor. A su amor respondemos con nuestro amor, en un intercambio de corazones con el Señor; en la entrega a él se consuma la adoración. Benedicto XVI nos lo recuerda con estas palabras: Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial (Sacramentum caritatis, 66).

La estación litúrgica del Corpus Christi nos reúne ante el Señor porque hemos marchado hacia él, porque hemos caminado con él; tal es el significado de la procesión. En la Roma cristiana, hace muchos siglos, la procesión formaba parte de la misa estacional. Entonces y también ahora, representa la peregrinación de los fieles por la vida, de la Iglesia por la historia, acompañado al Señor, siempre precedidos y guiados por él, que es el Camino. No marchamos solos: si vamos con el Señor y hacia el Señor, también vamos los unos con los otros y los unos hacia los otros. Como el pueblo de Dios hacia la tierra prometida, podemos atravesar el desierto de la ciudad indiferente, apresurada, hostil, el páramo en que se ha convertido una sociedad que ha perdido el norte de la referencia a Cristo; no tenemos miedo porque él nos conduce. Su presencia eucarística es nube y es fuego, como en el camino del éxodo: la columna de nube no se apartaba del pueblo durante el día, ni la columna de fuego durante la noche (Ex. 13, 22).

La procesión de hoy es un símbolo precioso del destino humano y del verdadero progreso de un pueblo cuando éste sabe hacia dónde se dirige, adónde quiere ir, no sin esfuerzo, pero en concordia, libertad y alegría. En la Argentina de hoy ocurre algo paradojal: nuestro pueblo conserva todavía un fuerte sentido religioso y una referencia de origen a Cristo y a la Iglesia, pero es conducido por la irreligión, y se deja llevar hacia el abismo. Sus representantes y dirigentes avanzan en la destrucción de lo que resta de las tradiciones nacionales, de la propia identidad, para imponer en el ordenamiento jurídico esquemas antinaturales de organización y de vida. La voz del legítimo disenso casi no se deja oír, y cuando se oye no es tenida en cuenta por la prepotencia del poder, que la desprecia, o se pierde en el marasmo y la impasibilidad general. Sólo llama la atención el piquete bullanguero y agresivo. Falta en tantos hombres y mujeres de bien convicción y firmeza para exclamar: ¡esto no puede ser, y no lo vamos a permitir! El Papa nos ha recordado recientemente que existen valores no negociables, vinculados a la coherencia eucarística a la cual está llamada objetivamente nuestra vida, valores de los que depende el futuro de la sociedad: el respeto de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas (Sacramentum caritatis, 83).

Los cristianos llevamos por el mundo el tesoro de nuestra vida eucarística. El encuentro con el Señor que se cumple en la liturgia y en el cual la Iglesia se renueva incesantemente, es también fuente y modelo, en el orden secular, para la comunidad de los hombres. La gracia eucarística que actúa en cada cristiano está destinada, como un germen misterioso y eficaz, a penetrar capilarmente en el mundo, para cambiarlo desde dentro y conducirlo al Señor en la procesión del verdadero progreso. La fuente y el modelo es la adoración, porque sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros (Benedicto XVI, 22 de diciembre de 2005).

En efecto, como lo proclama el Papa, –porque son suyas las palabras que acabo de citar– en la Eucaristía se contiene una misión social: mostrar que el manantial primero del amor es el corazón del Señor, muerto y resucitado por nosotros, por la salvación del mundo, y que ese amor es, a su vez, el principio de la verdadera fraternidad, de la amistad social y de la paz. La mesa de la Eucaristía es un anticipo del festín del cielo, pero también la profecía anticipatoria de una tierra mejor, cuando el corazón del Señor sea efectivamente corazón del mundo y todos los pueblos sean sus discípulos.

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