Ser
mundanos significa perder el propio nombre hasta tener los ojos del alma
«oscurecidos», anestesiados, hasta el punto de ya no ver a las personas que nos
rodean. Sobre este «pecado» el Papa Francisco puso en guardia en la misa que
celebró el jueves 5 de marzo, por la mañana, en Santa Marta.
«La liturgia cuaresmal de hoy nos
propone dos historias, dos juicios y tres nombres», destacó inmediatamente el
Papa Francisco. Las «dos historias» son las de la parábola del rico y del
mendigo Lázaro, narrada por san Lucas (16, 19-31). En especial, afirmó el Papa,
la primera historia es «la del hombre rico que vestía de púrpura y de lino
finísimo» y «se concedía placeres», en tal medida que «banqueteaba cada día».
En realidad el texto, precisó el Papa Francisco, «no dice que haya sido malo»:
más bien «era un hombre de vida acomodada, se daba a la buena vida». En el
fondo «el Evangelio no dice que se divirtiera en abundancia»; su vida era más
bien «una vida tranquila, con los amigos». Tal vez «si tenía a los padres,
seguramente les enviaba bienes para que tuviesen lo necesario para vivir». Y
quizá «era también un hombre religioso, a su estilo. Recitaba, tal vez, alguna
oración; y dos o tres veces al año seguramente iba al templo para ofrecer los
sacrificios y daba grandes donativos a los sacerdotes». Y «ellos, con esa
pusilanimidad clerical le agradecían y le hacían tomar asiento en el sitio de
honor». Esto era «socialmente» el sistema de vida del hombre rico presentado
por san Lucas.
Está luego «la segunda historia, la de
Lázaro», el pobre mendigo que estaba ante la puerta del rico. ¿Cómo es posible
que ese hombre no se diese cuenta que debajo de su casa estaba Lázaro, pobre y
hambriento? Las llagas de las que habla el Evangelio, destacó el Papa, son «un
símbolo de las numerosas necesidades que tenía». En cambio, «cuando el rico
salía de casa, tal vez el coche con el que salía tenía los cristales oscuros
para no ver hacia fuera». Pero «seguramente su alma, los ojos de su alma
estaban oscurecidos para no ver». Y así el rico «veía sólo su vida y no se daba
cuenta de lo que sucedía» a Lázaro.
Al fin de cuentas, afirmó el Papa
Francisco, «el rico no era malo, estaba enfermo: enfermo de mundanidad». Y «la
mundanidad transforma las almas, hace perder la conciencia de la realidad:
viven en un mundo artificial, construido por ellos». La mundanidad «anestesia
el alma». Y «por eso, ese hombre mundano no era capaz de ver la realidad».
Por ello, explicó el Papa, «la segunda
historia es clara»: hay «muchas personas que conducen su vida de forma
difícil», pero «si yo tengo el corazón mundano, jamás comprenderé esto». Por lo
demás, «con el corazón mundano» no se pueden comprender «la carencia y la
necesidad de los demás. Con el corazón mundano se puede ir a la iglesia, se
puede rezar, se pueden hacer muchas cosas». Pero Jesús, en la oración de la
última Cena, ¿qué pidió? «Por favor, Padre, cuida a estos discípulos», de modo
«que no caigan en el mundo, no caigan en la mundanidad». Y la mundanidad «es un
pecado sutil, es más que un pecado: es un estado pecaminoso del alma».
«Estas son las dos historias»
presentadas por la liturgia, resumió el Pontífice. En cambio, «los dos juicios»
son «una maldición y una bendición». En la primera lectura, tomada de Jeremías
(17, 5-10) se lee: «Maldito quien confía
en el hombre, y busca apoyo en las criaturas, apartando su corazón del Señor».
Pero esto, puntualizó el Papa Francisco, es precisamente el perfil del «mundano
que hemos visto» en el hombre rico. Y «al final, ¿cómo será» este hombre? La
Escritura lo define «como un cardo en la estepa: no verá llegar el bien,
“habitará en un árido desierto” —su alma es desierta— “en una tierra salobre,
donde nadie puede vivir”». Y todo esto «porque los mundanos, en verdad, están solos
con su egoísmo».
En el texto de Jeremías está luego
también la bendición: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su
confianza. Será un árbol plantado junto al agua», mientras que el otro «era
como un cardo en la estepa». Y, luego, he aquí «el juicio final: nada es más
falso y enfermo que el corazón y difícilmente se cura: ese hombre tenía el
corazón enfermo, tan apegado a este modo de vivir mundano que difícilmente
podía curarse».
Después de las «dos historias» y los
«dos juicios» el Papa Francisco volvió a proponer también «los tres nombres»
sugeridos en el Evangelio: «son los del pobre, Lázaro, Abrahán y Moisés». Con
una ulterior clave de lectura: el rico «no tenía nombre, porque los mundanos
pierden el nombre». Son sólo un elemento «de la multitud acomodada que no
necesita nada». En cambio un nombre lo tienen «Abrahán, nuestro padre, Lázaro,
el hombre que lucha por ser bueno y pobre y carga con numerosos dolores, y
Moisés, quien nos da la ley». Pero «los mundanos no tienen nombre. No han
escuchado a Moisés», porque sólo necesitan manifestaciones extraordinarias.
«En la Iglesia —continuó el Pontífice—
todo está claro, Jesús habló claramente: ese es el camino».
Pero «al final hay
una palabra de consuelo: cuando ese pobre hombre mundano, en los tormentos,
pidió que mandasen a Lázaro con un poco de agua para ayudarle», Abrahán, que es
la figura de Dios Padre, responde: «Hijo, recuerda...». Así, pues, «los
mundanos han perdido el nombre» y «también nosotros, si tenemos el corazón
mundano, hemos perdido el nombre». Pero «no somos huérfanos. Hasta el final,
hasta el último momento existe la seguridad de que tenemos un Padre que nos
espera. Encomendémonos a Él». Y el Padre se dirige a nosotros diciéndonos
«hijo», incluso «en medio de esa mundanidad: hijo». Y esto significa que «no
somos huérfanos».
«En la oración al inicio de la misa
—dijo por último el Papa Francisco— hemos pedido al Señor la gracia de orientar
nuestro corazón hacia Él, que es Padre». Y así, concluyó, «continuamos la
celebración de la misa pensando en estas dos historias, en estos dos juicios,
en los tres nombres; pero, sobre todo, en la hermosa palabra que siempre se
pronunciará hasta el último momento: hijo».
No hay comentarios:
Publicar un comentario