viernes, 26 de mayo de 2017

CARD. GIACOMO BIFFI: LA MIRADA DE JESÚS

 Hay un elemento de la belleza que aun cuando en sí mismo es de naturaleza física, es casi un reflejo de la vida espiritual, y es el resplandor de los ojos. El mismo Maestro lo había advertido: “La lámpara del cuerpo es el ojo. Si, pues, tu ojo estuviere sano, todo tu cuerpo estará luminoso” (Mt 6, 22). Los ojos de Jesús debían ser realmente encantadores, penetrantes y casi magnéticos, y quien los había visto nunca los olvidaba. Sólo así se explica la extraordinaria frecuencia con que los evangelistas (y especialmente Marcos, que alude a los recuerdos de Pedro) destacan su mirada. Es importante captar los matices de los textos originales. El verbo “mirar” se emplea en tres variantes de expresión: “mirar en torno”,·mirar hacia arriba” y “mirar hacia adentro”.

La mirada en torno. Cuando Jesús vuelve los ojos, todos enmudecen atemorizados y fascinados. Con esta mirada invita al recogimiento antes de la predicación (cf. Lc 6, 20). Con esta mirada manifiesta su afecto y su vigorosa comunión con los discípulos: “Y echando una mirada sobre los que estaban sentados en derredor suyo, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos” (Mc 3, 34). Con esta mirada prepara los corazones para que acojan las enseñanzas más originales e inesperadas: “Mirando en torno suyo, dijo Jesús a los discípulos: ¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen hacienda!... Es más fácil a un camello pasar por el hondón de una aguja” (cf. Mc 10, 23-25). A veces es una mirada silenciosa, pero tan intensa como para ser un fin en sí misma: “Entró en Jerusalén, en el templo, y después de haberlo visto todo, ya de tarde, salió para Betania con los doce” (cf. Mc 11, 11). En otras ocasiones es una mirada tan llena de indignación y sufrimiento que los presentes callan y no osan responder cosa alguna: “Y dirigéndoles una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón, dijo al hombre: Extiende tu mano” (Mc 3, 5).

La mirada hacia arriba. Los ojos de Cristo también saben mirar hacia arriba, en apasionada plegaria al Padre para que lo atienda (cf. Mc 6, 41; 7, 34); pero también él mira hacia arriba para buscar sonriendo entre el follaje a un funcionario de alto nivel del fisco, que para verlo cómodamente se había encaramado sobre las ramas de un sicómoro como un chico callejero: “Cuando llegó a aquel sitio, levantó los ojos Jesús y le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa” (Lc 19, 5).

La mirada “hacia adentro”. En todo caso, los ojos de Jesús producían gran impresión sobre todo cuando “miraba dentro” de las personas, como para llegar a su corazón. Lo hace cuando debe comunicar alguna verdad insólita que desea imprimir debidamente en la mente de quien escucha. Así ocurre en Mc 10, 27: “Fijando en ellos Jesús su mirada, dijo: A los hombres sí es imposible (que se salven los ricos), mas no a Dios”. Así ocurre en Lc 20, 17-18: “El, fijando en ellos su mirada, les dijo:... Todo el que cayere contra esa piedra (el Mesías, hijo de Dios) se quebrantará y aquel sobre quien ella cayere quedará aplastado”. Ante el joven rico de vida inocente, que pide la “vida eterna”, Jesús -señala el Evangelio- “poniendo en él los ojos, le amó” (Mc 10, 21).


La existencia del apóstol Pedro quedó marcada para siempre por dos miradas: en su primer encuentro, “Jesús, fijando en él la vista, dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro” (Jn 1, 42); en el momento de su traición, “vuelto el Señor, miró a Pedro, y Pedro... saliendo fuera, lloró amargamente” (Lc 22, 61-62). (...)

 

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