Después de esto sigue la tercera reacción, la respuesta esencial de María: su simple «sí». Se declara sierva del Señor. «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Bernardo de Claraval describe dramáticamente en una homilía de Adviento la emoción de este momento. Tras la caída de nuestros primeros padres, todo el mundo queda oscurecido bajo el dominio de la muerte. Dios busca ahora una nueva entrada en el mundo. Llama a la puerta de María. Necesita la libertad humana. No puede redimir al hombre, creado libre, sin un «sí» libre a su voluntad. Al crear la libertad, Dios se ha hecho en cierto modo dependiente del hombre. Su poder está vinculado al «sí» no forzado de una persona humana. Así, Bernardo muestra cómo en el momento de la pregunta a María el cielo y la tierra, por decirlo así, contienen el aliento. ¿Dirá «sí»? Ella vacila... ¿Será su humildad tal vez un obstáculo? «Sólo por esta vez —dice Bernardo— no seas humilde, sino magnánima. Danos tu “sí”.» Éste es el momento decisivo en el que de sus labios y de su corazón sale la respuesta: «Hágase en mí según tu palabra.» Es el momento de la obediencia libre, humilde y magnánima a la vez, en la que se toma la decisión más alta de la libertad humana.
María se convierte en madre por su «sí». Los Padres de la Iglesia han expresado a veces todo esto diciendo que María habría concebido por el oído, es decir, mediante su escucha. A través de su obediencia la palabra ha entrado en ella, y ella se ha hecho fecunda. En este contexto, los Padres han desarrollado la idea del nacimiento de Dios en nosotros mediante la fe y el bautismo, por los cuales el Logos viene siempre de nuevo a nosotros, haciéndonos hijos de Dios. Pensemos por ejemplo en las palabras de san Ireneo: «¿Cómo podrán salvarse si no es Dios aquel que llevó a cabo su salvación sobre la tierra? ¿Y cómo el ser humano se acercará a Dios, si Dios no se ha acercado al hombre? ¿Cómo se librarán de la muerte que los ha engendrado, si no son regenerados por la fe para un nuevo nacimiento que Dios realice de modo admirable e impensado, cuyo signo para nuestra salvación nos dio en la concepción a partir de la Virgen?» (Adv haer IV, 33,4; cf. H. Rahner, Symbole der Kirche, p. 23).
Pienso que es importante escuchar también la última frase de la narración lucana de la anunciación: «Y el ángel la dejó» (Lc 1,38). El gran momento del encuentro con el mensajero de Dios, en el que toda la vida cambia, pasa, y María se queda sola con un cometido que, en realidad, supera toda capacidad humana. Ya no hay ángeles a su alrededor. Ella debe continuar el camino que atravesará por muchas oscuridades, comenzando por el desconcierto de José ante su embarazo hasta el momento en que se declara a Jesús «fuera de sí» (Mc 3,21; cf. Jn 10,20), más aún, hasta la noche de la cruz.
En estas situaciones, cuántas veces habrá vuelto interiormente María al momento en que el ángel de Dios le había hablado. Cuántas veces habrá escuchado y meditado aquel saludo: «Alégrate, llena de gracia», y sobre la palabra tranquilizadora: «No temas.» El ángel se va, la misión permanece, y junto con ella madura la cercanía interior a Dios, el íntimo ver y tocar su proximidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario