sábado, 7 de agosto de 2010

MONSEÑOR HÁCTOR AGÜER: DESPUÉS DEL MAL PASO

El Senado de la Nación, entre el 14 y el 15 de julio –es decir, entre gallos y media noche– consumó la alteración del orden familiar que había obtenido ya la sanción de los diputados y dio cabida en la institución matrimonial a la convivencia de personas del mismo sexo. De ese modo, de un plumazo, se ha cambiado la esencia misma del matrimonio. La etimología de esta palabra alude a la matriz, a la madre, a la maternidad, a su custodia y fortalecimiento; el nombre y el concepto se refieren a una realidad a la vez física y espiritual en la que confluyen naturaleza y cultura para constituir un valor propio de la condición humana que está al servicio de la continuidad de la especie. Corresponde al derecho reconocer y tutelar ese valor, no subvertirlo.


La ley sancionada practica una escisión entre el derecho y la moral. Las leyes establecidas por los hombres –el derecho positivo– no deben contrariar valores morales objetivos y universales que se basan en la naturaleza humana y, en definitiva, en el orden establecido por el Creador. En el acto de promulgar una disposición contraria a ese orden la autoridad deja de ser tal y el resultado es una ley inicua, que no tiene carácter de ley sino más bien de violencia. Así lo enseña la tradición católica, expresada con toda claridad por el Beato Juan XXIII en su encíclica “Pacem in terris”. Conviene recordar a este propósito que legitimidad y legalidad no se identifican. Es posible que se introduzca en el cuerpo legal de una nación una disposición injusta, pero ese acto formal no le otorga legitimidad.


En el caso que nos ocupa puede decirse que la misma legalidad ha sido afeada por las circunstancias en las que se ha llegado a la sanción. Pasarán a la historia de esa ruinosa modificación del Código Civil los aprietes, los telefonazos amenazantes y el oportuno regalo de viajes a China. Han llamado la atención los sospechosos cambios de posición, abstenciones o ausencias de diez senadores. El proyecto que tenía media sanción de la Cámara de Diputados mereció serias objeciones jurídicas, fundadas en el orden natural, el derecho positivo argentino y los tratados internacionales que amparan el interés superior de los niños, pero tales reparos no fueron tomados en cuenta. El debate fue tan mediocre que hizo añorar épocas mejores de la cultura


política nacional. Sobresalió por su grosería, su odio a la Iglesia y el agravio al Sumo Pontífice el discurso del jefe de la bancada oficialista, una patética expresión de obediencia debida. En cambio, merecen un reconocimiento la coherencia y el coraje de quienes votaron por el rechazo de la alteración del matrimonio.


Tres cuestiones fundamentales quedan abiertas a partir de aquel mal paso. En primer lugar, la libertad de la Iglesia. ¿Podremos, en adelante, predicar libremente lo que la Biblia, la tradición y el magisterio eclesial enseñan acerca de la sexualidad humana y el matrimonio? ¿Se nos obligará, acaso, a formar a los alumnos de nuestros colegios según la nueva valoración de esas realidades esenciales implicada en la modificación establecida por el Congreso, en contra de la doctrina católica y del sentido común? Es indudable que la libertad de la Iglesia está protegida por la Constitución Nacional y por instrumentos de Derecho Público Internacional, pero ¿no pesará más en los hechos el Plan Nacional contra la Discriminación, promovido por un decreto presidencial de 2005, y el ensañamiento inquisitorial que allí se esboza? Todo puede temerse en un país en el cual no son raras las anomalías jurídicas y judiciales.


Una segunda cuestión es la libertad de los padres para educar a sus hijos según sus convicciones morales y religiosas. Pienso especialmente en los alumnos que concurren a escuelas de gestión estatal. Los contenidos curriculares, en los temas referidos a la concepción del hombre, la función sexual y la estructura de la familia, van quedando plasmados en textos oficiales en los que campea el constructivismo gnoseológico y ético y la ideología de género. Es evidente que se procura inducir un cambio cultural modelando la conciencia de las futuras generaciones argentinas. ¿Se requerirá el consentimiento de los padres y se respetará su decisión respecto de la intervención del Estado en un aspecto tan íntimo de la formación de sus hijos?


La tercera cuestión que queda abierta es la objeción de conciencia que con toda razón podrían oponer funcionarios del Registro Civil, jueces y educadores obligados a aplicar la ley en sus respectivos ámbitos. No existe todavía un reconocimiento amplio y un marco regulatorio general de este aspecto importantísimo de la libertad. Por otra parte, los activistas que han fomentado la alteración del matrimonio, los ideólogos que desde hace tiempo la han planeado y algunos políticos con clara inclinación totalitaria hacen temer la imposición de la dictadura del relativismo. Es ése el posible destino de una democracia que renuncia a valores fundamentales, que son pilares del orden social. Existen memorables experiencias históricas de liberticidio consumado en nombre de la libertad. De una idea perversa de libertad.


+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata


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