jueves, 26 de mayo de 2016

HANS URS VON BALTHASAR: SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO


Jesús alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre el pan y lo partió. El misterio de esta festividad, como el de todas las grandes solemnidades que siguen a Pentecostés y a la Santísima Trinidad, es un misterio trinitario. El evangelio lo presenta primero e la imagen de la multiplicación de los panes. Esta no es un truco de magia; para realizarla, Jesús levanta primero los ojos al cielo en una oración de petición y de acción de gracias (eucaristía) a un tiempo: “Padre te doy gracias porque me has escuchado” (Jn 11,41), pues su autoprodigalidad en los panes será un signo de cómo el amor del Padre ha confiado todo al Hijo, incluso el poder de pronunciar la bendición del cielo; y finalmente lo parte, gesto que alude tanto a su quebrantamiento en la pasión como a la infinita multiplicación de los dones que el Espíritu Santo realiza en todas las celebraciones eucarísticas, y con ello se hace visible simbólicamente que el amor trinitario se hace presente en el don eucarístico de Jesús.

Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. En las lacónicas palabras de la institución de la Eucaristía, que se recogen en la segunda lectura, se encuentra oculta la inagotable plenitud del don del amor divino. Es como si se levantara una piedra y surgiera una fuente que jamás se agota. Pablo refiere aquí únicamente lo que ha oído a los primeros discípulos, pues en este punto no osaría añadir nada de su propia cosecha. El contexto de la acción de Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, es esencial; en último término es el Padre quien lo entrega: en la cruz por los hombres y en la Eucaristía, igualmente por nosotros. Por eso Jesús pronuncia la oración de acción de gracias: porque el Padre hace esto, porque el mismo puede hacerlo con Él y porque el Espíritu Santo lo realizará continuamente en el futuro. Jesús no sólo constituye el pan partido que es él mismo, sino que da a los que lo reciben, como supremo cumplimiento del don, la orden y el poder de repetirlo ellos mismos en el futuro. No al margen de su entrega, de su sacrificio, sino en memoria suya, para que así su don nunca sea algo puramente pasado, algo que se recuerda sin más, sino que siga siendo un presente siempre nuevo por el que se da gracias al Padre elevando los ojos hacia Él, y en nombre del Hijo y con la fuerza del Espíritu Santo se parte y se come el pan. La partición del pan eucarístico es inseparable del desgarramiento de la vida de Jesús en la cruz: por eso toda celebración eucarística es proclamación de la muerte del Señor por nosotros. Pablo no necesita mencionar la resurrección, pues ésta está contenida como algo evidente en el hecho de que la muerte de antaño sólo puede hacerse presente si esa muerte era ya una obra de la vida del amor supremo.

Melquisedec ofreció pan y vino. El gesto del rey de Salem en la primera lectura es un arquetipo sumamente significativo para judíos y cristianos. Pues antes de que se instituyera en Israel el ritual de los sacrificios, el ofrecimiento de plantas y animales, existió ya esta sencilla ofrenda de pan y vino por parte de un rey de Salem, que no era aún la Jerusalén que llegaría a ser después. Melquisedec es un misteriosos rey-sacerdote que, según el escrito a los Hebreos, preludia ya, más allá del sacerdocio pasajero de Leví, el sacerdocio de Jesús. Lo primigenio (alfa) remite a menudo más claramente a lo definitivo (omega) que los estadios intermedios, de los estados intermedios, de los que no hace falta ser conscientes.

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