lunes, 17 de febrero de 2014

GENEALOGÍA DE JESÚS EN LUCAS


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¿Cuál sería este contenido? El cardenal Danielou lo ha señalado con precisión: «Mostrar que el nacimiento de Jesús no es un acontecimiento fortuito, perdido dentro de la historia humana, sino la realización de un designio de Dios al que estaba ordenado todo el Antiguo Testamento». Dentro de este enfoque, Mateo -que se dirige a los judíos en su evangelio- trataría de probar que en Jesús se cumplen las promesas hechas a Abrahán y David. Lucas -que escribe directamente para paganos y convertidos- bajará desde Cristo hasta Adán, para demostrar que Jesús vino a salvar, no sólo a los hijos de Abrahán, sino a toda la posteridad de Adán. A esta luz las listas evangélicas dejan de ser aburridas y se convierten en conmovedoras e incluso en apasionantes.

Escribe Guardini:
¡Qué elocuentes son estos nombres! A través de ellos surgen de las tinieblas del pasado más remoto las figuras de los tiempos primitivos. Adán. penetrado por la nostalgia de la felicidad perdida del paraíso; Matusalén, el muy anciano; Noé. rodeado del terrible fragor del diluvio; Abrahán, al que Dios hizo salir de su país y de su familia para que formase una alianza con él; Isaac, el hijo del milagro, que le fue devuelto desde el altar del sacrificio; Jacob, el nieto que luchó con el ángel de Dios... ¡Qué corte de gigantes del espíritu escoltan la espalda de este recién nacido!

Pero no sólo hay luz en esa lista. Lo verdaderamente conmovedor de esta genealogía es que ninguno de los dos evangelistas ha «limpiado» la estirpe de Jesús. Cuando hoy alguien exhibe su árbol genealógico trata de ocultarlo, por lo menos, de no sacar a primer plano las «manchas» que en él pudiera haber; se oculta el hijo ilegitimo y mucho más el matrimonio vergonzoso. No obran así los evangelistas. En la lista aparece -y casi subrayado- Farés, hijo incestuoso de Judá; Salomón, hijo adulterino de David.

Y digo que casi lo subrayan porque no era frecuente que en las genealogías hebreas aparecieran mujeres; aquí aparecen cuatro y las cuatro con historias tristes. Tres de ellas son extranjeras (una cananea, una moabita, otra hitita) y para los hebreos era una infidelidad el matrimonio con extranjeros. Tres de ellas son pecadoras. Sólo Ruth pone una nota de pureza. No se oculta el terrible nombre de Tamar, nuera de Judá, que, deseando vengarse de él, se vistió de cortesana y esperó a su suegro en una oscura encrucijada. De aquel encuentro incestuoso nacerían dos ascendientes de Cristo: Farés y Zara. Y el evangelista no lo oculta. Y aparece el nombre de Rajab, pagana como Ruth. y «mesonera», es decir, ramera de profesión. De ella engendró Salomón a Booz.

Y no se dice -hubiera sido tan sencillo- «David engendró a Salomón de Betsabé», sino, abiertamente, «de la mujer de Urías». Parece como si el evangelista tuviera especial interés en recordarnos la historia del pecado de David que se enamoró de la mujer de uno de sus generales, que tuvo con ella un hijo y que, para ocultar su pecado, hizo matar con refinamiento cruel al esposo deshonrado.

¿Por qué este casi descaro en mostrar lo que cualquiera de nosotros hubiera ocultado con un velo pudoroso? No es afán de magnificar la ascendencia de Cristo, como ingenuamente pensaban los racionalistas del siglo pasado; tampoco es simple ignorancia. Los evangelistas al subrayar esos datos están haciendo teología, están poniendo el dedo en una tremenda verdad que algunos piadosos querrían ocultar pero que es exaltante para todo hombre de fe: Cristo entró en la raza humana tal y como la raza humana es, puso un pórtico de pureza total en el penúltimo escalón -su madre Inmaculada- pero aceptó, en todo el resto de su progenie, la realidad humana total que él venia a salvar.

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