Insólito sendero
Es impresionante el sendero de santidad que Dios le anima a recorrer. Se enferma, corre el riesgo de quedar fuera de su amada Orden; debe permanecer mucho tiempo entre los suyos en Pietrelcina hasta que la obediencia le impone instalarse definitivamente en San Giovanni Rotondo. Desde una conciencia clara de su pobreza y limitación emprende el camino de la obediencia y, sin preocuparse de las calificaciones de quienes se interponen a su paso, se mueve con absoluta libertad. Como en su hermano Francisco su vida es un desarrollo de la pobreza y humildad de Jesús. Se conforma de tal modo con el Señor que, sin pretenderlo, ni imaginarlo, es arrollado por la cruz hasta advertir casi espantado que las llagas aparecen misteriosamente en sus manos, sus pies y su costado. Es lógico que la ciencia busque causas psicológicas al fenómeno. En la “lógica” de Dios es común que no las encuentre. No es mi intención examinar este aspecto extraordinario de su vida. Es un sacerdote que elige ser un frailecillo desconocido y humillado. En parte lo logra con creces. Sus llagas son suyas, impresas en su propia carne y cruz, y constituyen la expresión paulina de su amor a Cristo. El sacerdocio ministerial, confiado a su debilidad, lo coloca ante el pueblo para obrar “in persona Christi”. Se identifica de tal modo con Quien lo envía que experimenta físicamente los sufrimientos de la Pasión. El pueblo cristiano, que capta la verdad sin fanatizarse, ve en él a Jesús crucificado. El Padre Pío no sólo obra “in persona Christi”, por el ministerio, sino que acaba lográndolo en su vida personal.
Para ver y escuchar a Jesús
El Señor no encuentra obstáculo para manifestarse a quienes se acercan a su humilde “frailecillo”. La humildad de su sacerdote lo torna transparente a su presencia. Los peregrinos, quizás sin medirlo con exactitud, quieren ver a Cristo, dejarse interpelar y perdonar por Cristo. Intimida su conocimiento de las conciencias pero no causan temor humano. El frailecillo italiano, vehemente y, por momentos, dueño de un lenguaje severo, atrae los corazones heridos y sabe depositar en ellos el bálsamo de la misericordia del Padre. Por ello lo buscan y saben interpretar correctamente sus expresiones. Ama a Cristo y ama, desde la cruz, a sus hermanos pecadores. Dedica su vida -más de diez y seis horas diarias- a escucharlos, reconfortarlos y absolverlos. Como a Jesús, su Señor y Maestro, los pecadores lo crucifican y él los redime. Su capacidad de identificarse con la Víctima divina, que celebra fervorosamente en la Eucaristía, nace de su hacerse pequeño y pobrísimo con Ella. En el Padre Pío se hace visible, para quienes lo buscan, el mismo Jesús humillado hasta el “anonadamiento”. Basta comprender, desde el misterio del sufrimiento inocente, la persecución a que es sometido en el interior de la misma Iglesia. Finalmente Dios acude en auxilio de su siervo humilde y la verdad de su vida santa deshace el error y la maledicencia.
Vive y muere crucificado
Su sometimiento a la voluntad de Dios es inquebrantable. Sabe identificar las instancias humanas: el Papa y quienes colaboran con él, sus superiores religiosos y los hermanos más humildes de su comunidad. “Instancias” que no siempre le facilitan las cosas. Está siempre dispuesto, hasta imponerse un heroico silencio ante las manifestaciones de la incomprensión y del desprecio. Está crucificado con Cristo, sobre la cruz del ministerio sacerdotal, antes y más allá de los dolorosos estigmas. Su sencillez de “menor” lo aleja de consentir con lo extraordinario que sorprende a quienes acuden a él. El santo no es consciente del grado de santidad adquirido. Se considera honestamente como el mayor de los pecadores. La humildad no le permite exagerar nada. Dice con exactitud lo que piensa de sí o guarda un discreto silencio. La gente promueve su fama de santidad, él se halla en las antípodas de las calificaciones que sus seguidores le dirigen. Por eso es un fiel instrumento de la gracia. Testimonia, con su propia vida que la “gracia” es gratuita, que no la merece ni la podría merecer con los gestos más notables de su entrega generosa. La humildad dista mucho de ser un sentimiento de “baja autoestima”. Aprende a convivir con su existencial necesidad de Dios. Se emociona hasta las lágrimas ante las expresiones del amor de Dios en el misterio de la Cruz de Jesucristo.
Está para los pecadores
Siente como un flagelo, más doloroso que las llagas que lo crucifican, los pecados de quienes acuden a su ministerio del perdón. Su misma severidad, en ciertas ocasiones, está íntimamente animada por el amor y la compasión. Le duele que sus penitentes no abandonen definitivamente el pecado y den múltiples vueltas para no reconocer su gravedad. Es tierno con el sinceramente arrepentido aunque sus pecados sean muchos y graves. La prontitud con que acude al confesionario, las horas que le dedica -más de diez y seis diarias- constituyen su crucifixión junto al “Cordero de Dios que perdona el pecado”. Su vida sacerdotal deja al descubierto la secreta fisonomía de todo buen sacerdote. Desde muy joven acepta vivir crucificado con su amado Señor y Maestro. Al recibir la Ordenación sabe que su destino es dejarse devorar por sus hermanos pecadores, hambrientos de perdón. Así vive y muere. San Pío de Pietrelcina no es más que una auténtica personificación de la misericordia de Dios ante un mundo necesitado de perdón y santidad. Todos acuden a él no por carismas humanamente destacables sino por su conmovedora transparencia de Cristo. La transparencia es efecto inmediato de la humildad. El sacerdote humilde desaparece como Juan Bautista para que sus amigos y fieles se encuentren con Cristo. Sabe que el mundo necesita al Salvador pero, también, que lo necesita a él como mediación de Quien viene a resolver el problema principal del pecado.
Su secreto: la Eucaristía y el Rosario
En el mensaje existencial de San Pío se destaca el ministerio de la reconciliación y el soporte personal del culto a la Eucaristía y de la humilde devoción mariana del Santo Rosario. A veces parece una ardilla asustada por causa de los embates del enemigo y de la magnitud de una misión que excede sus fuerzas y su salud. De la oración continua y constante extrae la vitalidad que lo agiganta. No es consciente de lo que la gracia realiza en su pequeño ser, simplemente se somete a ella y la deja hacer. ¡Qué fácil es pensarlo y decirlo! Pío de Pietralcina es un modelo inteligente para el sacerdote de hoy. Está crucificado en su confesionario, clamando al Padre perdón para los pecadores. Se ha despedido de la comodidad de “hombre tranquilo” para hacerse cargo -olvidado de sí- de los sufrimientos de la humanidad. En su profunda humildad se hace ver el Cristo que el mundo necesita.
Mons. Domingo Salvador Castagna, arzobispo emérito de Corrientes
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