La paciencia, según San Agustín, es «la virtud por la que soportamos con ánimo sereno los males». Y añadía: «no sea que por perder la serenidad del alma abandonemos bienes que nos han de llevar a conseguir otros mayores». Esta virtud lleva a soportar con buen ánimo, por amor a Dios, los sufrimientos físicos y morales de la vida. Frecuentemente tendremos que ejercerla sobre todo en lo ordinario, quizá en cosas que parecen triviales: un defecto que no se acaba de vencer, aceptar que las cosas no salgan como nosotros querríamos, los imprevistos que surgen, el carácter de una persona con la que hemos de convivir en el trabajo, gentes bien dispuestas pero que no entienden, aglomeraciones en el tráfico, retraso de los medios públicos de transporte, llamadas imprevistas que impiden terminar el trabajo a su hora, olvidos... Son ocasiones para afirmar la humildad, para hacer más fina la caridad.
La paciencia es una virtud bien distinta de la mera pasividad ante el sufrimiento; no es no reaccionar, ni un simple aguantarse: es parte de la virtud de la fortaleza, y lleva a aceptar con serenidad el dolor y las pruebas de la vida, grandes o pequeñas. Identificamos entonces nuestra voluntad con la del Señor, y eso nos permite mantener la fidelidad en medio de las persecuciones y pruebas, y es el fundamento de la grandeza de ánimo y de la alegría de quien está seguro de recibir unos bienes futuros mayores.
Son diversos los campos en los que el cristiano debe ejercitar esta virtud. En primer lugar consigo mismo, puesto que es fácil desalentarse ante los propios defectos que se repiten una y otra vez, sin lograr superarlos del todo. Es necesario saber esperar y luchar con perseverancia, convencidos de que, mientras nos mantengamos en el combate, estamos amando a Dios. La superación de un defecto o la adquisición de una virtud, de ordinario, no se logra a base de violentos esfuerzos, sino de humildad, de confianza en Dios, de petición de más gracias, de una mayor docilidad. San Francisco de Sales afirmaba que es necesario tener paciencia con todo el mundo, pero, en primer lugar, con uno mismo.
Paciencia también con quienes nos relacionamos más a menudo, sobre todo si, por cualquier motivo, hemos de ayudarles en su formación, en su enfermedad... Hay que contar con los defectos de las personas que tratamos -muchas veces están luchando con empeño por superarlos-, quizá con su mal genio, con faltas de educación, suspicacias... que, sobre todo cuando se repiten con frecuencia, podrían hacernos faltar a la caridad, romper la convivencia o hacer ineficaz nuestro interés en socorrerles. La caridad nos ayudará a ser pacientes, sin dejar de corregir cuando sea el momento más indicado y oportuno. Esperar un tiempo, sonreír, dar una buena contestación ante una impertinencia puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de esas personas, y siempre llegan al Corazón del Señor, que nos mirará con especial aprecio y amistad.
Paciencia con aquellos acontecimientosque llegan y que nos son contrarios: la enfermedad, la pobreza, el excesivo calor o frío.... los diversos infortunios que se presentan en un día corriente: el teléfono que no funciona o no deja de comunicar, el excesivo tráfico que nos hace llegar tarde a una cita importante, el olvido del material de trabajo, una visita que se presenta en el momento menos oportuno... Son las adversidades, quizá no muy trascendentales, que nos llevarían a reaccionar quizá con falta de paz. Ahí nos espera el Señor; en esos pequeños sucesos se ha de poner la paciencia, manifestación del ánimo fuerte de un cristiano que ha aprendido a santificar todas las menudas incidencias de un día cualquiera.
Caritas patiens est, la caridad está llena de paciencia. Y al mismo tiempo esta virtud es el gran soporte de la caridad, sin el cual no podría subsistir. Para el apostolado, singular manifestación de la caridad, la paciencia es absolutamente imprescindible. El Señor quiere que tengamos la calma del sembrador que echa su semilla sobre el terreno que ha preparado previamente y sigue los ritmos de las estaciones, esperando el momento oportuno, sin desánimos, con la confianza puesta en que aquel pequeño tallo que acaba de aparecer será un día espiga granada.
El Señor nos da ejemplo de una paciencia indecible. De las muchedumbres que se le acercan dice en ocasiones que viendo no miran, y oyendo no escuchan, ni entienden; a pesar de todo le vemos incansable en su predicación y dedicación a las gentes, recorriendo siempre los caminos de Palestina. Ni siquiera los Doce que le acompañan en todo momento demuestran un gran aprovechamiento: aún tengo muchas cosas que enseñaros -les dice la víspera de su partida-, pero por ahora no podéis comprenderlas. El Señor contaba con sus defectos, con su manera de ser, y no se desalienta. Más tarde, cada uno a su manera, será un testigo fiel de Cristo y del Evangelio.
La paciencia y la constancia son imprescindibles en esta labor que, en colaboración con el Espíritu Santo, hemos de llevar a cabo en nuestra propia alma y en las de nuestros amigos y familiares que queremos acercar al Señor. La paciencia va de la mano de la humildad, se acomoda al ser de las cosas y respeta el tiempo y el momento de las mismas, sin romperlas; cuenta con las limitaciones propias y las de los demás. «Un cristiano que viva la virtud recia de la paciencia, no se desconcertará al advertir que quienes le rodean dan muestra de indiferencia por las cosas de Dios.
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