viernes, 23 de febrero de 2018

HANS URS VON BALTHASAR: II DOMINGO DE CUARESMA (CICLO B)


 Toma a tu hijo, al que quieres. Al evangelio de la transfiguración le precede, como primera lectura, el relato del sacrificio de Abrahán. Con razón: pues la transfiguración del Señor será la demostración por parte de Dios de lo que es realmente “su Hijo amado”, que será ofrecido en sacrificio por los hombres. Para los judíos el sacrificio de Abrahán es el momento culminante de su relación con Dios, y subrayan que  se trata de un doble sacrificio, del padre, que toma el cuchillo para degollar a su hijo, y del hijo, que consciente en la inmolación. Se suele decir que en Abrahán es esto solo una prefiguración, pues en realidad no tuvo que ofrecer el sacrificio, no le hizo falta sacrificar a Isaac. Pero quizá lo realizó ya en su fuero interno, en su interior, en su corazón cuando tomó el cuchillo con la intención de degollar a su hijo. Se trata de algo extremo que Dios podía pedir del hombre que permanece en su alianza como imitación de su propio designio con respecto a su Hijo. Lo horrendo del caso, no está solo en la orden de matar al propio hijo – en las religiones circundantes e, ilícitamente, también en Israel  se practicaban sacrificios humanos- sino en que este hijo había sido dado expresamente por Dios mediante un milagro y estaba destinado para garantizar con su persona el cumplimiento de la promesa divina. Pero Dios no se contradice a sí mismo cuando da esta orden. Y a pesar de esta contradicción incomprensible para el hombre, éste debe obedecer, porque Dios es Dios.

No perdonó a su propio Hijo. La segunda lectura resuelve la aparente paradoja cuando dice que Dios se revela como el que es esencialmente amor, como el que no se contradice cuando entrega a su divino Hijo a la muerte real y precisamente así cumple la promesa de dar todo con él, es decir, de conferir la vida eterna. Lo más grande no es aquí la obediencia unilateral del hombre ante una orden incomprensible de Dios, sino la unidad de la obediencia del Hijo, que se entrega a la muerte por la salvación de todos, y de la abnegación del Padre, que nos da todo, sin ahorrar el sacrificio a su propio Hijo. Con ello Dios no solamente está con nosotros – como el Emmanuel veterotestamentario- , sino que intercede definitivamente por nosotros sus elegidos. Y con ello no solamente nos ha dado algo grande, sino todo lo que tiene y es. Ahora Dios está tan de nuestra parte que cualquier acusación (judicial) contra nosotros pierde toda su fuerza.  Nadie puede acusarnos ya ante el tribunal de Dios; el Hijo entregado por Dios es una bogado tan irrefutable que toda acusación humana contra nosotros enmudece.

Transfiguración. A partir de aquí resulta comprensible- en el evangelio-en su verdadero sentido la luz trinitaria que irradia desde el Hijo sobre la montaña. En modo alguno se trata de una concentración en sí mismo –como en ciertos yoguis-, sino de la esplendente verdad trinitaria de la entrega total y absoluta, que muestra lo que el Padre entrega realmente y ofrece en sacrificio por el mundo, lo que el nuevo Isaac consciente que suceda en sí, en pura obediencia amorosa al Padre, lo que la nube deslumbrante que los cubre con su espesura oculta en el misterio divino. El miedo y el balbuceo por parte de los hombres es la consecuencia necesaria; pero también lo es la orden de no profanar con habladurías lo que se ha contemplado. Todo se aclarará por sí solo en la muerte y resurrección del Señor.

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