Al don de ciencia se le suele decir la ciencia de los santos.
Así la llamó Juan de Santo Tomás, en alusión a aquel texto de la Escritura: el Señor
«les dió la ciencia de los santos» (Sab 10,10; In I-II, d.18, 43,10).
En todos los santos, es cierto, tanto en los cultos como en los
incultos, ha brillado siempre el don de ciencia, por el cual el mundo visible viene a
ser revelación de Dios. Ya no es el mundo para ellos un lastre, una distracción o
una tentación, sino que se torna para ellos en escala maravillosa hacia la perfecta
unión con Dios.
San Francisco de Asís, por ejemplo, «abrazaba todas las cosas con
indecible devoción afectuosa, les hablaba del Señor y les exhortaba a alabarlo. Dejaba
sin apagar las luces, lámparas, velas, no queriendo extinguir con su mano la claridad que
le era símbolo de la luz eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en atención
a Aquel que a sí mismo se llamó Roca... Pero ¿cómo decirlo todo? Aquel que es la
Fuente de toda bondad, el que será todo en todas las cosas, se comunicaba a nuestro Santo
también en todas las cosas» (Tomás de Celano, II Vida cp.124).
Por el precioso don de ciencia todos los santos, como el Poverello,
han encontrado a Dios en las criaturas, y se han conmovido profundamente ante la belleza
del mundo visible. San Juan de la Cruz, por ejemplo, a un tiempo místico y poeta, halla
palabras para expresar estas maravillas que da a conocer el don de ciencia:
El alma «comienza a caminar [espiritualmente] por la consideración y
conocimiento de las criaturas al conocimiento de su Amado, Creador de ellas; porque,
después del ejercicio del conocimiento propio, esta consideración de las criaturas es la
primera en este camino espiritual» (Cántico 5,1). Y es que, «aunque muchas cosas
hace Dios por mano ajena, como de los ángeles o de los hombres, ésta que es crear nunca
la hizo ni hace por otra que por la suya propia. Y así el alma mucho se mueve al amor de
su Amado Dios por la consideración de las criaturas, viendo que son cosas que por su
propia mano fueron hechas» (Cántico 5,3). Ve el alma que es Él quien las
mantiene en su perenne belleza: «siempre están con verdura inmarcesible, que ni fenece
ni se marchitan con el tiempo» (5,4).
Por eso, en la contemplación del mundo, el alma creyente, iluminada
por el don de ciencia, «halla verdadero sosiego y luz divina y gusta altamente de la
sabiduría de Dios, que en la armonía de las criaturas y hechos de Dios reluce; y
siéntese llena de bienes y ajena y vacía de males, y, sobre todo, entiende y goza de
inestimable refección de amor, que la confirma en amor» (14,4).
El don de ciencia da a conocer muy especialmente la belleza
fascinante del alma humana que está en la gracia divina:
Sobre esto, santa Catalina de Siena le decía al Beato Raimundo, su
director: «Padre mío, si viera usted el encanto de un alma racional, no dudo en absoluto
que daría cien veces la vida por la salud de esa alma, pues en este mundo no hay nada que
pueda igualar tanta belleza» (Leyenda 151). Y lo mismo decía Santa Teresa: «el
alma del justo es un paraíso donde dice Él que tiene sus deleites... No hallo yo cosa
con qué comparar la gran hermosura de un alma» (I Moradas 1,1). Y San Juan de la
Cruz: «¡oh alma, hermosísima entre todas las criaturas!» (Cántico 1,7).
Pero, al mismo tiempo que esta grandeza y belleza de las criaturas, el
don de ciencia muestra la vanidad profunda del mundo presente. Los santos, por eso,
siempre han entendido con evidencia que «todas las cosas de la tierra y del cielo,
comparadas con Dios, nada son, como dice Jeremías [4,3]» (1 Subida 4,3).
En efecto, «todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito
ser de Dios, nada es; y, por tanto, el alma que en ellas pone su afición
[desordenada], delante de Dios también es nada y menos que nada» (ib.4,4).
El don de ciencia, de este modo, perfeccionando la fe, desengaña al
hombre espiritual de todas las fascinaciones y mentiras con que el mundo engaña a los
hombres mundanos. Son indecibles las fascinaciones que el mundo ejerce sobre los
hombres, también sobre tantos cristianos: «toda la tierra seguía maravillada a la
Bestia» (Ap 13,3). El resultado es un espanto: «mi pueblo está loco, me ha desconocido;
son necios, no ven: sabios para el mal, ignorantes para el bien» (Jer 4,22).
Santa Teresa de Jesús, por el don de ciencia, captó con especial
lucidez este engaño general en que viven los hombres.
Ella lo ve todo «al revés» de como lo ven los mundanos o de cómo lo
veía ella antes. Y por eso se duele al pensar en su vida antigua, «ve que es grandísima
mentira, y que todos andamos en ella» (Vida 20,26); «ríese de sí, del tiempo en
que tenía en algo los dineros y la codicia de ellos» (20,27), y «no hay ya quien viva,
viendo por vista de ojos el gran engaño en que andamos y la ceguedad que traemos»
(21,4). «¡Oh, qué es un alma que se ve aquí haber de tornar a tratar con todos, a
mirar y ver esta farsa de esta vida tan mal concertada!» (21,6).
Asistido por el don de ciencia, el cristiano perfecto -santa Teresa,
concretamente- ve la mentira de las cosas más estimadas por el mundo, y también
muchas veces por los mismos cristianos piadosos.
En cierta ocasión, doña Luisa de la Cerca enseña en su casa una
colección de joyas a su amiga Teresa de Jesús: «Ella pensó que me alegraran. Yo estaba
riéndome entre mí y habiendo lástima de ver lo que estiman los hombres, acordándome de
lo que nos tiene guardado el Señor, y pensaba cuán imposible me sería, aunque yo
conmigo misma lo quisiese procurar, tener en algo aquellas cosas, si el Señor no me
quitaba la memoria de otras.
«Esto es un gran señorío para el alma, tan grande que no sé si lo
entenderá sino quien lo posee; porque es el propio y natural desasimiento, porque es
sin trabajo nuestro: todo lo hace Dios [es, pues, don de ciencia], que muestra Su
Majestad estas verdades de manera que quedan tan imprimidas, que se ve claro que no lo
pudiéramos por nosotros de aquella manera en tan breve tiempo adquirir» (Vida
38,4).
El don de ciencia muestra también el pecado, por muy escondido
que esté en la práctica común y general. El santo distingue con toda seguridad y
facilidad lo que ofende a Dios y le desagrada, lo que es contrario al Evangelio, por muy
aceptado que esté en el mundo y entre los mismos cristianos: costumbres, modas,
criterios, espectáculos, etc. Y alcanza a ver, ve con una ciencia espiritual luminosa, la
absoluta vanidad de todo aquello que en el mundo no está ordenado a Dios. Ve cómo
las criaturas no finalizadas en su Creador, por mucho que se hinchen y aparenten -en la
televisión y en la prensa, sea en la sociedad, sea en el mismo mundo de la Iglesia-, son
nada, menos que nada, por grande que sea su brillo y esplendor. Lo ve, lo ve con toda
claridad, porque el Señor mismo se lo muestra, como se lo hizo ver a Teresa:
«¿Sabes qué es amarme con verdad? Entender que todos es mentira
lo que no es agradable a mí. Con claridad verás esto que ahora no entiendes en lo
que aprovecha a tu alma.
«Y así lo he visto, sea el Señor alabado, que después acá tanta
vanidad y mentira me parece lo que yo no veo va guiado al servicio de Dios, que no lo
sabría yo decir como lo entiendo, y lástima me hacen los que veo con la oscuridad que
están en esta verdad» (Vida 40,1-2).
El santo, por el don de ciencia viene a ser desengañado del
engaño colectivo; es decir, despierta del sueño que le mantenía espiritualmente
dormido, como a tantos otros.
El Señor, sigue Teresa de Jesús, «me ha dado una manera de sueño en
la vida, que casi siempre me parece estoy soñando lo que veo: ni contento ni pena
que sea mucha no la veo en mí... Y esto es entera verdad, que aunque después yo quiera
holgarme de aquel contento o pesarme de aquella pena, no es en mi mano, sino como lo
sería a una persona discreta tener pena o gloria de un sueño que soñó. Porque ya mi
alma la despertó el Señor de aquello que, por no estar yo mortificada ni muerta a
las cosas del mundo, me había hecho sentimiento, y no quiere Su Majestad que se torne a
cegar» (Vida 40,22).
Experiencias espirituales semejantes del don de ciencia, igualmente
impresionantes, las hallamos en Santa Catalina de Siena. Cuenta el Beato Raimundo de
Capua, dominico, director suyo:
Una vez el Señor Jesucristo se aparece a Santa Catalina y le dice:
«¿Sabes, hija, quién eres tú y quién soy yo? Si llegas a saber estas dos cosas,
serás bienaventurada. Tú eres la que no es; yo, en cambio, soy el que soy» (Leyenda
92). De esta premisa parte toda la doctrina espiritual de esta Doctora. «Si el alma
-decía- conoce que por sí misma no es nada y que todo se lo debe al Señor, resulta que
no confía ya en sus operaciones, sino sólo en las de Dios. Por esto el alma dirige toda
su solicitud a Él. Sin embargo, el alma no deja para más tarde hacer lo que puede, pues
al derivarse tal confianza del amor y al causar necesariamente el amor al amante el deseo
de la cosa amada -deseo que no puede existir si el alma no hace las obras que le son
posibles- resulta que ella actúa por razón del amor. Pero no por ello confía en su
operación como cosa suya, sino como operación del Creador. Todo esto se lo enseña
perfectamente [por el don de ciencia] el conocimiento de la nada que es y la perfección
del mismo Creador» (99).
Hasta tal punto llega la lucidez espiritual sobrehumana de Catalina, y
la referencia continua que ella hacía de la criatura a su Creador, que veía ella en
los hombres con más claridad sus almas que sus cuerpos. Así se lo había pedido ella
al Señor, y el Señor se lo concedió. «Y la gracia de este don, atestigua el Beato
Raimundo, fue tan eficaz y perseverante que, a partir de entonces, Catalina conoció mejor
que los cuerpos, las operaciones y la índole de todas las almas a las que se acercaba».
Una vez, «cuando le dije a solas que algunos murmuraban porque habían
visto a hombres y a mujeres arrodillados ante ella, sin que ella lo impidiera, me
respondió: "Sabe el Señor que yo poco o nada veo de los movimientos de quien tengo
cerca. Estoy tan ocupada leyendo sus almas, que no me fijo para nada en sus cuerpos".
Entonces le pregunté: "¿Ves, acaso, sus almas?". Y ella me respondió:
"Padre, le revelo ahora en confesión que desde que mi Salvador me concedió la
gracia de liberar a una cierta alma... no aparece casi nunca ante mí nadie de quien no
intuya el estado de su alma"» (151).
«Daré una confirmación de esto que he dicho. Recuerdo que hice de
intérprete entre el Sumo Pontífice Gregorio XI, de feliz memoria, y nuestra santa
virgen, porque ella no conocía el latín y el Pontífice no sabía italiano. Mientras
hablábamos, la santa virgen se lamentó de que en la Curia Romana, donde debería haber
un paraíso de celestiales virtudes, se olía el hedor de los vicios del infierno. El
Pontífice, al oirlo, me preguntó cuánto tiempo hacía que había llegado ella a la
Curia. Cuando supo que lo había hecho pocos días antes, respondió: "¿Cómo en tan
poco tiempo has podido conocer las costumbres de la Curia Romana?". Entonces ella,
cambiando súbitamente su disposición sumisa por una actitud mayestática, tal como lo vi
con mis propios ojos, erguida, prorrumpió en estas palabras: "Por el honor de Dios
Omnipotente, me atrevo a decir que he sentido yo más el gran mal olor de los pecados que
se cometen en la Curia Romana sin moverme de Siena, mi ciudad natal, del que sienten
quienes los cometieron y los cometen todos los días". El Papa permaneció callado, y
yo, consternado, razonaba en mi interior y me preguntaba con qué autoridad habían sido
dichas unas palabras como aquéllas a la cara de un Pontífice» (152).
Ésta es la lucidez espiritual propia del don de ciencia. Esta santa
sin estudios, más aún, analfabeta, viviendo siempre en Siena, sirviendo en la casa de su
padre, el tintorero Benincasa, penúltima de veinticinco hermanos, siendo joven -muere a
los treinta y tres años-, por el don espiritual de ciencia, por obra del Espíritu Santo,
conoce mil veces mejor el mundo -el mundo de su época, el corazón de los hombres,
el mundillo romano eclesiástico-, que tantos otros que, a pesar de sus muchos estudios y
experiencias, no entienden nada, y ni sospechan siquiera cuáles son los problemas
reales del siglo y de la Iglesia en que viven.
El don de ciencia da al pensamiento y a la acción del santo una
suprema libertad respecto del mundo de su tiempo. Esa independencia total del
mundo, se dice fácilmente, pero si no es por obra del Espíritu Santo, concretamente por
el don de ciencia y por otros dones suyos, es imposible de vivir, al menos en forma plena.
Conviene saberlo.
«Esta tan perfecta osadía y determinación en las obras -advierte San
Juan de la Cruz- pocos espirituales la alcanzan, porque, aunque algunos tratan y
usan este trato, nunca se acaban de perder en algunos puntos o de mundo o de
naturaleza, para hacer las obras perfectas y desnudas por Cristo, no mirando a lo que
dirán o qué parecerá... No están perdidos [del todo] a sí mismos en el obrar;
todavía tienen vergüenza de confesar a Cristo por la obra delante de los hombres,
teniendo respeto a cosas. No viven en Cristo de veras» (Cántico 30,8). Alude
aquí a su verso «diréis que me he perdido», y aún más a la enseñanza de Jesús:
«el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la
encontrará» (Mt 16,25).
Aún hay, sin embargo, quien estima que los santos, especialmente los
de vida mística más alta, apenas entienden nada de la vida presente, alienados como
están de ella por su misma vida contemplativa. Pero no, ellos son los únicos que de
verdad entienden lo que sucede en el mundo y en la Iglesia de su tiempo. Eso está claro.
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