Podemos distinguir en la actividad parroquial de San Juan
María dos aspectos fundamentales, que en cierta manera corresponden
también a dos fases de su vida.
Mientras no se inició la gran peregrinación a
Ars, el cura pudo vivir enteramente consagrado a sus feligreses. Y así
le vemos visitándoles casa por casa; atendiendo paternalmente a los
niños y a los enfermos; empleando gran cantidad de dinero en la
ampliación y hermoseamiento de la iglesia; ayudando fraternalmente a sus
compañeros de los pueblos vecinos. Es cierto que todo esto va
acompañado de una vida de asombrosas penitencias, de intensísima
oración, de caridad, en algunas ocasiones llevada hasta un santo
despilfarro para con los pobres. Pero San Juan María no excede en esta
primera parte de su vida del marco corriente en las actividades de un cura
rural.
No le faltaron, sin embargo, calumnias y persecuciones. Se
empleó a fondo en una labor de moralización del pueblo: la guerra
a las tabernas, la lucha contra el trabajo de los domingos, la sostenida
actividad para conseguir desterrar la ignorancia religiosa y, sobre todo, su
dramática oposición al baile, le ocasionaron sinsabores y
disgustos. No faltaron acusaciones ante sus propios superiores religiosos. Sin
embargo, su virtud consiguió triunfar, y años después
podía decirse con toda verdad que «Ars ya no es Ars». Los
peregrinos que iban a empezar a llegar, venidos de todas partes,
recogerían con edificación el ejemplo de aquel pueblecillo donde
florecían las vocaciones religiosas, se practicaba la caridad, se
habían desterrado los vicios, se hacía oración en las
casas y se santificaba el trabajo.
La lucha tuvo en algunas ocasiones un carácter
más dramático aún. Conocemos episodios de la vida del
Santo en que su lucha con el demonio llega a adquirir tales caracteres que no
podemos atribuirlos a ilusión o a coincidencias. El anecdotario es
copioso, y en algunas ocasiones sobrecogedor.
Ya hemos dicho que el Santo solía ayudar, con
fraternal caridad, a sus compañeros en las misiones parroquiales que se
organizaban en los pueblos de los alrededores. En todos ellos dejaba el Santo
un gran renombre por su oración, su penitencia y su ejemplaridad. Era
lógico que aquellos buenos campesinos recurrieran luego a él, al
presentarse dificultades, o simplemente para confesarse y volver a recibir los
buenos consejos que de sus labios habían escuchado. Éste fue el
comienzo de la célebre peregrinación a Ars. Lo que al principio
sólo era un fenómeno local, circunscrito casi a las
diócesis de Lyón y Belley, luego fue tomando un vuelo cada vez
mayor, de tal manera que llegó a hacerse célebre el cura de Ars
en toda Francia y aun en Europa entera. De todas partes empezaron a afluir
peregrinos, se editaron libros para servir de guía, y es conocido el
hecho de que en la estación de Lyón se llegó a establecer
una taquilla especial para despachar billetes de ida y vuelta a Ars. Aquel
pobre sacerdote, que trabajosamente había hecho sus estudios, y a quien
la autoridad diocesana había relegado en uno de los peores pueblos de la
diócesis, iba a convertirse en consejero buscadísimo por millares
y millares de almas. Y entre ellas se contarían gentes de toda
condición, desde prelados insignes e intelectuales famosos, hasta
humildísimos enfermos y pobres gentes atribuladas que irían a
buscar en él algún consuelo.
Aquella afluencia de gentes iba a alterar por completo su
vida. Día llegará en que el Santo Cura desconocerá su
propio pueblo, encerrado como se pasará el día entre las
míseras tablas de su confesonario. Entonces se producirá el
milagro más impresionante de toda su vida: el simple hecho de que
pudiera subsistir con aquel género de vida.
Porque aquel hombre, por el que van pasando ya los
años, sostendrá como habitual la siguiente distribución de
tiempo: levantarse a la una de la madrugada e ir a la iglesia a hacer
oración. Antes de la aurora, se inician las confesiones de las mujeres.
A las seis de la madrugada en verano y a las siete en invierno,
celebración de la misa y acción de gracias. Después queda
un rato a disposición de los peregrinos. A eso de las diez, reza una
parte de su breviario y vuelve al confesonario. Sale de él a las once
para hacer la célebre explicación del catecismo,
predicación sencillísima, pero llena de una unción tan
penetrante que produce abundantes conversiones. Al mediodía, toma su
frugalísima comida, con frecuencia de pie, y sin dejar de atender a las
personas que solicitan algo de él. Al ir y al venir a la casa
parroquial, pasa por entre la multitud, y ocasiones hay en que aquellos metros
tardan media hora en ser recorridos. Dichas las vísperas y completas,
vuelve al confesonario hasta la noche. Rezadas las oraciones de la tarde, se
retira para terminar el Breviario. Y después toma unas breves horas de
descanso sobre el duro lecho. Sólo un prodigio sobrenatural podía
permitir al Santo subsistir físicamente, mal alimentado, escaso de
sueño, privado del aire y del sol, sometido a una tarea tan agotadora
como es la del confesonario.
Por si fuera poco, sus penitencias eran extraordinarias, y
así podían verlo con admiración y en ocasiones con espanto
quienes le cuidaban. Aun cuando los años y las enfermedades le
impedían dormir con un poco de tranquilidad las escasas horas a ello
destinadas, su primer cuidado al levantarse era darse una sangrienta
disciplina...
Dios bendecía manifiestamente su actividad. El que a
duras penas había hecho sus estudios, se desenvolvía con
maravillosa firmeza en el púlpito, sin tiempo para prepararse, y
resolvía delicadísimos problemas de conciencia en el
confesonario. Es más: cuando muera, habrá testimonios, abundantes
hasta lo increíble, de su don de discernimiento de conciencias. A
éste le recordó un pecado olvidado, a aquél le
manifestó claramente su vocación, a la otra le abrió los
ojos sobre los peligros en que se encontraba, a otras personas que
traían entre manos obras de mucha importancia para la Iglesia de Dios
les descorrió el velo del porvenir... Con sencillez, casi como si se
tratara de corazonadas o de ocurrencias, el Santo mostraba estar en
íntimo contacto con Dios Nuestro Señor y ser iluminado con
frecuencia por Él.
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