viernes, 29 de junio de 2018

BENEDICTO XVI: SAN PEDRO, APÓSTOL


Hemos dicho que la Iglesia vive en las personas y, por eso, en la última catequesis, comenzamos a meditar en las figuras de cada uno de los Apóstoles, comenzando por san Pedro. Hemos visto dos etapas decisivas de su vida: la llamada a orillas del lago de Galilea y, luego, la confesión de fe: "Tú eres el Cristo, el Mesías".

Como dijimos, se trata de una confesión aún insuficiente, inicial, aunque abierta. San Pedro se pone en un camino de seguimiento. Así, esta confesión inicial ya lleva en sí, como un germen, la futura fe de la Iglesia. Hoy queremos considerar otros dos acontecimientos importantes en la vida de san Pedro: la multiplicación de los panes —acabamos de escuchar en el pasaje que se ha leído la pregunta del Señor y la respuesta de Pedro— y después la llamada del Señor a Pedro a ser pastor de la Iglesia universal.

Comenzamos con la multiplicación de los panes. Como sabéis, el pueblo había escuchado al Señor durante horas. Al final, Jesús dice: están cansados, tienen hambre, tenemos que dar de comer a esta gente. Los Apóstoles preguntan: "Pero, ¿cómo?". Y Andrés, el hermano de Pedro, le dice a Jesús que un muchacho tenía cinco panes y dos peces. "Pero, ¿qué es eso para tantos?", se preguntan los Apóstoles. Entonces el Señor manda que se siente la gente y que se distribuyan esos cinco panes y dos peces. Y todos quedan saciados. Más aún, el Señor encarga a los Apóstoles, y entre ellos a Pedro, que recojan las abundantes sobras: doce canastos de pan (cf. Jn 6, 12-13).

A continuación, la gente, al ver este milagro —que parecía ser la renovación tan esperada del nuevo "maná", el don del pan del cielo—, quiere hacerlo su rey. Pero Jesús no acepta y se retira a orar solo en la montaña. Al día siguiente, en la otra orilla del lago, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús interpretó el milagro, no en el sentido de una realeza de Israel, con un poder de este mundo, como lo esperaba la muchedumbre, sino en el sentido de la entrega de sí mismo: "El pan que yo voy a dar es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6, 51). Jesús anuncia la cruz y con la cruz la auténtica multiplicación de los panes, el Pan eucarístico, su manera totalmente nueva de ser rey, una manera completamente opuesta a las expectativas de la gente.

Podemos comprender que estas palabras del Maestro, que no quiere realizar cada día una multiplicación de los panes, que no quiere ofrecer a Israel un poder de este mundo, resultaran realmente difíciles, más aún, inaceptables para la gente. "Da su carne": ¿qué quiere decir esto? Incluso para los discípulos parece algo inaceptable lo que Jesús dice en este momento. Para nuestro corazón, para nuestra mentalidad, eran y son palabras "duras", que ponen a prueba la fe (cf. Jn 6, 60).

Muchos de los discípulos se echaron atrás. Buscaban a alguien que renovara realmente el Estado de Israel, su pueblo, y no a uno que dijera: "Yo doy mi carne". Podemos imaginar que las palabras de Jesús fueron difíciles también para Pedro, que en Cesarea de Filipo se había opuesto a la profecía de la cruz. Y, sin embargo, cuando Jesús preguntó a los Doce: "¿También vosotros queréis marcharos?", Pedro reaccionó con el entusiasmo de su corazón generoso, inspirado por el Espíritu Santo. En nombre de todos, respondió con palabras inmortales, que también nosotros hacemos nuestras: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (cf. Jn 6, 66-69).

Aquí, al igual que en Cesarea, con sus palabras, Pedro comienza la confesión de la fe cristológica de la Iglesia y se hace portavoz también de los demás Apóstoles y de nosotros, los creyentes de todos los tiempos. Esto no significa que ya hubiera comprendido el misterio de Cristo en toda su profundidad. Su fe era todavía una fe inicial, una fe en camino; sólo llegaría a su verdadera plenitud mediante la experiencia de los acontecimientos pascuales. Si embargo, ya era fe, abierta a la realidad más grande; abierta, sobre todo, porque no era fe en algo, era fe en Alguien: en él, en Cristo. De este modo, también nuestra fe es siempre una fe inicial y tenemos que recorrer todavía un largo camino. Pero es esencial que sea una fe abierta y que nos dejemos guiar por Jesús, pues él no sólo conoce el camino, sino que es el Camino.

Ahora bien, la generosidad impetuosa de Pedro no lo libra de los peligros vinculados a la debilidad humana. Por lo demás, es lo que también nosotros podemos reconocer basándonos en nuestra vida. Pedro siguió a Jesús con entusiasmo, superó la prueba de la fe, abandonándose a él. Sin embargo, llega el momento en que también él cede al miedo y cae: traiciona al Maestro (cf. Mc 14, 66-72). La escuela de la fe no es una marcha triunfal, sino un camino salpicado de sufrimientos y de amor, de pruebas y de fidelidad que hay que renovar todos los días. Pedro, que había prometido fidelidad absoluta, experimenta la amargura y la humillación de haber negado a Cristo; el jactancioso aprende, a costa suya, la humildad. También Pedro tiene que aprender que es débil y necesita perdón. Cuando finalmente se le cae la máscara y entiende la verdad de su corazón débil de pecador creyente, estalla en un llanto de arrepentimiento liberador. Tras este llanto ya está preparado para su misión.

En una mañana de primavera, Jesús resucitado le confiará esta misión. El encuentro tendrá lugar a la orilla del lago de Tiberíades. El evangelista san Juan nos narra el diálogo que mantuvieron Jesús y Pedro en aquella circunstancia. Se puede constatar un juego de verbos muy significativo. En griego, el verbo filéo expresa el amor de amistad, tierno pero no total, mientras que el verbo “agapáo” significa el amor sin reservas, total e incondicional.

La primera vez, Jesús pregunta a Pedro: "Simón..., ¿me amas" (agapâs-me) con este amor total e incondicional? (cf. Jn 21, 15). Antes de la experiencia de la traición, el Apóstol ciertamente habría dicho: "Te amo (agapô-se) incondicionalmente". Ahora que ha experimentado la amarga tristeza de la infidelidad, el drama de su propia debilidad, dice con humildad: "Señor, te quiero (filô-se)", es decir, "te amo con mi pobre amor humano". Cristo insiste: "Simón, ¿me amas con este amor total que yo quiero?". Y Pedro repite la respuesta de su humilde amor humano: "Kyrie, filô-se", "Señor, te quiero como sé querer". La tercera vez, Jesús sólo dice a Simón: "Fileîs-me?", "¿me quieres?". Simón comprende que a Jesús le basta su amor pobre, el único del que es capaz, y sin embargo se entristece porque el Señor se lo ha tenido que decir de ese modo. Por eso le responde: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero (filô-se)".

Parecería que Jesús se ha adaptado a Pedro, en vez de que Pedro se adaptara a Jesús.
Precisamente esta adaptación divina da esperanza al discípulo que ha experimentado el sufrimiento de la infidelidad. De aquí nace la confianza, que lo hace capaz de seguirlo hasta el final: "Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: "Sígueme"" (Jn 21, 19).

Desde aquel día, Pedro "siguió" al Maestro con la conciencia clara de su propia fragilidad; pero esta conciencia no lo desalentó, pues sabía que podía contar con la presencia del Resucitado a su lado. Del ingenuo entusiasmo de la adhesión inicial, pasando por la experiencia dolorosa de la negación y el llanto de la conversión, Pedro llegó a fiarse de ese Jesús que se adaptó a su pobre capacidad de amor. Y así también a nosotros nos muestra el camino, a pesar de toda nuestra debilidad. Sabemos que Jesús se adapta a nuestra debilidad. Nosotros lo seguimos con nuestra pobre capacidad de amor y sabemos que Jesús es bueno y nos acepta. Pedro tuvo que recorrer un largo camino hasta convertirse en testigo fiable, en "piedra" de la Iglesia, por estar constantemente abierto a la acción del Espíritu de Jesús.

Pedro se define a sí mismo "testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse" (1 P 5, 1). Cuando escribe estas palabras ya es anciano y está cerca del final de su vida, que sellará con el martirio. Entonces es capaz de describir la alegría verdadera y de indicar dónde se puede encontrar: el manantial es Cristo, en el que creemos y al que amamos con nuestra fe débil pero sincera, a pesar de nuestra fragilidad. Por eso, escribe a los cristianos de su comunidad estas palabras, que también nos dirige a nosotros: "Lo amáis sin haberlo visto; creéis en él, aunque de momento no lo veáis. Por eso, rebosáis de alegría inefable y gloriosa, y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas" (1 P 1, 8-9).

AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 24 de mayo de 2006

BENEDICTO XVI: SAN PEDRO, EL PESCADOR


Después de Jesús, Pedro es el personaje más conocido y citado en los escritos neotestamentarios: es mencionado 154 veces con el sobrenombre de Pétros, "piedra", "roca", que es traducción griega del nombre arameo que le dio directamente Jesús: Kefa, atestiguado nueve veces sobre todo en las cartas de san Pablo. Hay que añadir el frecuente nombre Simón (75 veces), que es una adaptación griega de su nombre hebreo original Simeón (dos veces: Hch 15, 14; 2 P 1, 1).

Simón, hijo de Juan (cf. Jn 1, 42) o en la forma aramea, bar-Jona, hijo de Jonás (cf. Mt 16, 17), era de Betsaida (cf. Jn 1, 44), una localidad situada al este del mar de Galilea, de la que procedía también Felipe y naturalmente Andrés, hermano de Simón. Al hablar se le notaba el acento galileo. También él, como su hermano, era pescador: con la familia de Zebedeo, padre de Santiago y Juan, dirigía una pequeña empresa de pesca en el lago de Genesaret (cf. Lc 5, 10).

Por eso, debía de gozar de cierto bienestar económico y estaba animado por un sincero interés religioso, por un deseo de Dios —anhelaba que Dios interviniera en el mundo— un deseo que lo impulsó a dirigirse, juntamente con su hermano, hasta Judea para seguir la predicación de Juan el Bautista (cf. Jn 1, 35-42).

Era un judío creyente y observante, que confiaba en la presencia activa de Dios en la historia de su pueblo, y le entristecía no ver su acción poderosa en las vicisitudes de las que era testigo en ese momento. Estaba casado y su suegra, curada un día por Jesús, vivía en la ciudad de Cafarnaúm, en la casa en que también Simón se alojaba cuando estaba en esa ciudad (cf. Mt 8, 14 s; Mc 1, 29 s; Lc 4, 38 s). Excavaciones arqueológicas recientes han permitido descubrir, bajo el piso de mosaico octagonal de una pequeña iglesia bizantina, vestigios de una iglesia más antigua construida sobre esa casa, como atestiguan las inscripciones con invocaciones a Pedro.

Los evangelios nos informan de que Pedro es uno de los primeros cuatro discípulos del Nazareno (cf. Lc 5, 1-11), a los que se añade un quinto, según la costumbre de todo Rabino de tener cinco discípulos (cf. Lc 5, 27: llamada de Leví). Cuando Jesús pasa de cinco discípulos a doce (cf. Lc 9, 1-6) pone de relieve la novedad de su misión: él no es un rabino como los demás, sino que ha venido para reunir al Israel escatológico, simbolizado por el número doce, como el de las tribus de Israel.

Como nos muestran los evangelios, Simón tiene un carácter decidido e impulsivo; está dispuesto a imponer sus razones incluso con la fuerza (por ejemplo, cuando usa la espada en el huerto de los Olivos: cf. Jn 18, 10 s). Al mismo tiempo, a veces es ingenuo y miedoso, pero honrado, hasta el arrepentimiento más sincero (cf. Mt 26, 75).

Los evangelios permiten seguir paso a paso su itinerario espiritual. El punto de partida es la llamada que le hace Jesús. Acontece en un día cualquiera, mientras Pedro está dedicado a sus labores de pescador. Jesús se encuentra a orillas del lago de Genesaret y la multitud lo rodea para escucharlo.
El número de oyentes implica un problema práctico. El Maestro ve dos barcas varadas en la ribera; los pescadores han bajado y lavan las redes. Él entonces pide permiso para subir a la barca de Simón y le ruega que la aleje un poco de tierra. Sentándose en esa cátedra improvisada, se pone a enseñar a la muchedumbre desde la barca (cf. Lc 5, 1-3). Así, la barca de Pedro se convierte en la cátedra de Jesús. Cuando acaba de hablar, dice a Simón: "Rema mar adentro, y echad vuestras redes para pescar". Simón responde: "Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes" (Lc 5, 4-5).

Jesús era carpintero, no experto en pesca, y a pesar de ello Simón el pescador se fía de este Rabino, que no le da respuestas sino que lo invita a fiarse de él. Ante la pesca milagrosa reacciona con asombro y temor: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8). Jesús responde invitándolo a la confianza y a abrirse a un proyecto que supera todas sus perspectivas: "No temas. Desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5, 10).

Pedro no podía imaginar entonces que un día llegaría a Roma y sería aquí "pescador de hombres" para el Señor. Acepta esa llamada sorprendente a dejarse implicar en esta gran aventura. Es generoso, reconoce sus limitaciones, pero cree en el que lo llama y sigue el sueño de su corazón. Dice sí, un sí valiente y generoso, y se convierte en discípulo de Jesús.

Pedro vivió otro momento significativo en su camino espiritual cerca de Cesarea de Filipo, cuando Jesús planteó a sus discípulos una pregunta precisa: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?" (Mc 8, 27). Pero a Jesús no le basta la respuesta de lo que habían oído decir. De quien ha aceptado comprometerse personalmente con él quiere una toma de posición personal. Por eso insiste: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (Mc 8, 29). Es Pedro quien contesta en nombre de los demás: "Tú eres el Cristo" (Mc 8, 29), es decir, el Mesías. Esta respuesta de Pedro, que no provenía "ni de la carne ni de la sangre", es decir, de él, sino que se la había donado el Padre que está en los cielos (cf. Mt 16, 17), encierra en sí como en germen la futura confesión de fe de la Iglesia.

Con todo, Pedro no había entendido aún el contenido profundo de la misión mesiánica de Jesús, el nuevo sentido de la palabra Mesías. Lo demuestra poco después, dando a entender que el Mesías que buscaba en sus sueños es muy diferente del verdadero proyecto de Dios. Ante el anuncio de la pasión se escandaliza y protesta, provocando la dura reacción de Jesús (cf. Mc 8, 32-33).

Pedro quiere un Mesías "hombre divino", que realice las expectativas de la gente imponiendo a todos su poder. También nosotros deseamos que el Señor imponga su poder y transforme inmediatamente el mundo. Jesús se presenta como el "Dios humano", el siervo de Dios, que trastorna las expectativas de la muchedumbre siguiendo el camino de la humildad y el sufrimiento.
Es la gran alternativa, que también nosotros debemos aprender siempre de nuevo: privilegiar nuestras expectativas, rechazando a Jesús, o acoger a Jesús en la verdad de su misión y renunciar a nuestras expectativas demasiado humanas.

Pedro, impulsivo como era, no duda en tomar aparte a Jesús y reprenderlo. La respuesta de Jesús echa por tierra todas sus falsas expectativas, a la vez que lo invita a convertirse y a seguirlo. "Ponte detrás de mí, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres" (Mc 8, 33). No me señales tú el camino; yo tomo mi camino y tú debes ponerte detrás de mí.

Pedro aprende así lo que significa en realidad seguir a Jesús. Es su segunda llamada, análoga a la de Abraham en Gn 22, después de la de Gn 12: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8, 34-35). Es la ley exigente del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo (cf. Mc 8, 36-37). Aunque le cuesta, Pedro acoge la invitación y prosigue su camino tras las huellas del Maestro.

Me parece que estas diversas conversiones de san Pedro y toda su figura constituyen un gran consuelo y una gran enseñanza para nosotros. También nosotros tenemos deseo de Dios, también nosotros queremos ser generosos, pero también nosotros esperamos que Dios actúe con fuerza en el mundo y transforme inmediatamente el mundo según nuestras ideas, según las necesidades que vemos nosotros. Dios elige otro camino. Dios elige el camino de la transformación de los corazones con el sufrimiento y la humildad. Y nosotros, como Pedro, debemos convertirnos siempre de nuevo. Debemos seguir a Jesús y no ponernos por delante. Es él quien nos muestra el camino. Así, Pedro nos dice: tú piensas que tienes la receta y que debes transformar el cristianismo, pero es el Señor quien conoce el camino. Es el Señor quien me dice a mí, quien te dice a ti: sígueme. Y debemos tener la valentía y la humildad de seguir a Jesús, porque él es el camino, la verdad y la vida.

AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 17 de mayo de 2006

miércoles, 27 de junio de 2018

DIÁCONO JORGE NOVOA: DIOS NOS DA UNA NUEVA OPORTUNIDAD



En aquella ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó:
–¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.Y les dijo esta parábola:
Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.
Dijo entonces al viñador:
–Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?
Pero el viñador contestó:
–Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás. ( Lc 13,1-9)

Jesús interpreta dos hechos trágicos, y corrige lo que comúnmente entendían sus contemporáneos, podríamos sintetizar el juicio que tenían con esta frase: "algo habrán hecho para que les pase esto".  En este juicio aparece una afirmación implícita,  "nosotros estamos mejor que ellos",por eso no nos ha pasado nada.

Jesús enseña  la verdad y combate el error, dice que ellos, no eran más culpables que los demás, ni más pecadores que los demás. Como si Dios les hubiera castigado a ellos por sus pecados personales. Sabemos que Jesucristo es el Justo, que no tuvo pecado, y según la carta de Pedro, " paso haciendo el bien a todos", y ciertamente su final fue trágico. El mismo Señor, a la pregunta de los apóstoles con relación a la ceguera que padece el joven desde su nacimiento, responde invalidado la tesis de la relación que establecieron entre su pecado personal y el mal que lo aqueja.

Pero, no hay entonces ninguna relación entre el pecado y el mal que esta presente en el mundo en sus diversas formas? Esta enseñanza debe armonizares con otra, que aparece en algunos  relatos del Nuevo Testamento, y establece que el pecado es "muerte", e introduce en la sociedad, familia o vida personal un desorden que atenta contra el bien de la sociedad, familia o persona. Cada vez que pecamos introducimos en el mundo una realidad que termina destruyendo al pecador,y a otros miembros de la sociedad. La injusticia, por poner un ejemplo, es un pecado que arremete con virulencia contra los que la padecen, y también contra los que la ejercitan.

La frase repetida a modo de conclusión en los dos casos,y  que trata  de captar nuestra atención, manifiestándonos cierta urgencia, es : si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera. El centro del mensaje es una urgente llamada a la conversión. Todos necesitamos ponernos en el camino de la conversión,  el texto enseña que nadie está excento,  si algunos erróneamente piensan que no necesitan convertirse, y que esta invitación es para otros, deben cambiar y ponerse en el camino de la conversión.

La conversión es un proceso, "un camino",  que se inicia en un momento de nuestras vidas, y que se prolonga hasta el último instante de nuestra existencia. Hay que volverse hacia el Padre, y dejar que su luz ilumine toda nuestra vida, para que los efectos benéficos de su amor, vayan transformándonos. Si nos alejamos,  le damos la espalda, como inicialmente hace el hijo pródigo, pero si nos ponemos frente a Él, si buscamos su rostro, respondiendo a su gracia con docilidad,  nos transformará en sus hijos.

El tiempo de conversión es un tiempo valioso, apremiante, Dios nos otorga una nueva oportunidad, como lo expresa la parábola de la higuera que no dio frutos, todo hace suponer que hay que cortarla, pero el Señor, aparece dándonos una nueva oportunidad :" déjala un año más".

Este "año a más", está a tu disposición desde este momento, para que lo vivas con alegría, nada condiciona la oportunidad que Dios te alcanza, no importa la condición pecadora en la que te encuentras, Jesús no ha puesto límites a su acción misericordiosa. 

Dos afirmaciones se desprenden para el camino que iniciamos. 1- El Señor me da otra oportunidad, y aguarda que mi higuera dé frutos, de allí que el tiempo de conversión es valioso y no debemos volver infecunda la gracia que nos dispensa. 2- Debemos imitar al Padre y a su Hijo, es decir, debemos ser capaces nosotros de " dar" a otros, una nueva oportunidad.

lunes, 25 de junio de 2018

JUAN PABLO II: SALMO 66 "EI SEÑOR TE BENDIGA..."


1. Acaba de resonar la voz del antiguo salmista que elevó al Señor un gozoso canto de acción de gracias. Es un texto breve y esencial, pero que abarca un inmenso horizonte hasta alcanzar a todos los pueblos de la tierra.

Esta apertura universal refleja probablemente el espíritu profético de la época sucesiva al exilio en Babilonia, cuando se auspiciaba el que incluso los extranjeros fueran guiados por Dios a su monte santo para ser colmados de alegría. Sus sacrificios y holocaustos habrían sido gratos, pues el templo del Señor se convertiría en «casa de oración para todos los pueblos» (Isaías 56,7).
También en nuestro Salmo, el 66, el coro universal de las naciones es invitado a asociarse a la alabanza que Israel eleva en el templo de Sión. En dos ocasiones, de hecho, se pronuncia la antífona: «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben» (versículos 4.6).

2. Incluso los que no pertenecen a la comunidad escogida por Dios reciben de Él una vocación: están llamados a conocer el «camino» revelado a Israel. El «camino» es el plan divino de salvación, el reino de luz y de paz, en cuya actuación quedan asociados también los paganos, a quienes se les invita a escuchar la voz de Yahvé (Cf. versículo 3). El resultado de esta escucha obediente es el temor del Señor «hasta los confines del orbe» (v. 8), expresión que no evoca el miedo sino más bien el respeto adorante del misterio trascendente y glorioso de Dios.

3. Al inicio y en la conclusión del Salmo, se expresa un insistente deseo de bendición divina: «El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros... Nos bendice el Señor, nuestro Dios. Que Dios nos bendiga» (versículos 2.7-8).

Es fácil escuchar en estas palabras el eco de la famosa bendición sacerdotal enseñada, en nombre de Dios, por Moisés y Aarón a los descendientes de la tribu sacerdotal: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Números 6, 24-26).

Pues bien, según el Salmista, esta bendición sobre Israel será como una semilla de gracia y de salvación que será enterrada en el mundo entero y en la historia, dispuesta a germinar y a convertirse en un árbol frondoso.

El pensamiento recuerda también la promesa hecha por el Señor a Abraham en el día de su elección: «De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición... Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Génesis 12, 2-3).

4. En la tradición bíblica, uno de los efectos de la bendición divina es el don de la vida, de la fecundidad y de la fertilidad.

Nuestro Salmo hace referencia explícitamente a esta realidad concreta, preciosa para la existencia: «La tierra ha dado su fruto, nos bendice el Señor, nuestro Dios» (versículo 7). Esta constatación ha llevado a los expertos a poner en relación el Salmo con el rito de acción de gracias por una abundante cosecha, signo del favor divino y testimonio para los demás pueblos de la cercanía del Señor a Israel.

La misma frase llamó la atención de los Padres de la Iglesia, que del horizonte agrícola pasaron a un nivel simbólico. De este modo, Orígenes aplicó el versículo a la Virgen María y a la Eucaristía, es decir, a Cristo que proviene de la flor de la Virgen y se convierte en fruto que puede ser comido. Desde este punto de vista, «la tierra es santa María, que procede de nuestra tierra, de nuestra semilla, de este fango, de este barro, de Adán». Esta tierra ha dado su fruto: lo que perdió en el paraíso, lo ha vuelto a encontrar en el Hijo. «La tierra ha dado su fruto: primero produjo una flor..., después esta flor se convirtió en fruto para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis saber qué es este fruto? Es el Virgen de la Virgen, el Señor de la esclava, Dios del hombre, el Hijo de la Madre, el fruto de la tierra» («74 Homilías sobre el libro de los Salmos» - «74 Omelie sul libro dei Salmi»; Milán 1993, p. 141).

5. Concluimos con las palabras de san Agustín en su comentario al Salmo. Identifica el fruto germinado en la tierra con la novedad provocada en los hombres gracias a la venida de Cristo, una novedad de conversión y un fruto de alabanza a Dios.

De hecho, «la tierra estaba llena de espinas», explica. Pero «se acercó la mano de aquel que quita las raíces, se acercó la voz de su majestad y de su misericordia; y la tierra comenzó a cantar alabanzas. Ahora la tierra ya sólo da frutos». Ciertamente no daría su fruto, «si antes no hubiera sido regada» por la lluvia, «si no hubiera venido antes de lo alto la misericordia de Dios». Pero ahora asistimos a un fruto maduro en la Iglesia gracias a la predicación de los Apóstoles: «Enviando la lluvia a través de sus nubes, es decir, a través de los apóstoles que han anunciado la verdad, la tierra ha dado su fruto más copiosamente, y esta mies ha llenado ya al mundo entero» («Comentarios sobre los Salmos», «Esposizioni sui Salmi»; II, Roma 1970, p. 551).

Audiencia del Miércoles 9 de octubre del 2002

martes, 19 de junio de 2018

DIÁC. JORGE NOVOA: SE SALVARÁN MIS HIJOS?

Cuántas veces, los padres católicos sufren profundas tribulaciones al constatar el alejamiento de sus hijos de la vida de fe o su total prescindencia. Esta dolorosa experiencia, es muchas veces acompañada por opciones de vida que van minando de preocupación y pesimismo el horizonte. Divorcios, hijos de distintos matrimonios, alcoholismo, drogas, uniones del mismo sexo, etc… Los padres católicos sufren hondamente este Calvario moderno que viven sus hijos o nietos, por una fe que no se pudo comunicar adecuadamente y que ha sido desterrada de las opciones de vida sin el menor interés.

Recuerdo que una noche me desperté sobresaltado con un pensamiento lacerante: ¿se salvarán mis hijos? Y si se condenan? Que tremendo!!! ¿Es posible que alguien decida cambiar el banquete de la eternidad con Dios por las migajas de una vida tan breve?

Dios nos ha confiado a nuestros hijos que están llamados a ser sus hijos, no somos dueños de sus vidas sino colaboradores de la obra de Dios. Ciertamente que son nuestros, pero lo son más de Dios. Él, está más “interesado” que nosotros de su salvación y los está perfectamente, en cuanto sus intenciones no están minadas por sombras como las nuestras. ¡Qué maravilla es poder descubrir y vivir, el desafío de acompañar a nuestros hijos en este camino que tiene por meta la eternidad! ¡Qué gozo embarga nuestra alma, al saber que están llamados a ser ciudadanos del cielo!

Este pensamiento para nada nos invita a desentendernos de su suerte, por el contrario nos compromete en las opciones que les comunicamos en la niñez y adolescencia. Los padres saben, como buenos artesanos, que el momento de modelar es muy importante, la obra debe realizarse cuando todavía la arcilla se encuentra fresca . Pero el modelo, es único e irrepetible, como una pieza de valor incalculable, deben buscar y permitir, que vaya lentamente emergiendo la verdadera imagen que está esculpiendo el artesano Divino ¡Qué tremenda responsabilidad y al mismo tiempo que maravillosa tarea!¿Acaso pueden los padres encontrar una misión superior? ¡Con cuánto amor y respeto deben acercarse al misterio que oculta y manifiesta esta valiosa joya! ¡Qué sublime dignidad se cierne sobre su cabeza!

Dios no se desentiende del camino que te propone. Él necesita de tu compromiso. No estás solo en el Mundo, ni abandonado. El Padre vela por sus hijos y te sostiene a ti en tu fragilidad. No dejes que te destruyan los pensamientos que vienen del mal espíritu. Dios está haciendo todo lo posible para que tus hijos se salven. No bajes los brazos. Él no dejará que se pierdan los dolores de tu corazón. Renueva tu compromiso de servir a la obra que Dios está realizando.

¿Puede un corazón atribulado no recurrir a María Santísima? ¿No conoce ella tus preocupaciones? No tuvo ella que caminar en la oscuridad de la fe, en medio de los gritos que clamaban por la muerte de su Hijo ¿No tomará ella tus clamores como suyos y los presentará delante de Dios?

lunes, 18 de junio de 2018

BENEDICTO XVI: EL PECADO ORIGINAL


Trataremos sobre las relaciones entre Adán y Cristo, delineadas por san Pablo en la conocida página de la carta a los Romanos (Rm 5, 12-21), en la que entrega a la Iglesia las líneas esenciales de la doctrina sobre el pecado original. En verdad, ya en la primera carta a los Corintios, tratando sobre la fe en la resurrección, san Pablo había introducido la confrontación entre el primer padre y Cristo: "Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. (...) Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida" (1 Co 15, 22.45). Con Rm 5, 12-21 la confrontación entre Cristo y Adán se hace más articulada e iluminadora: san Pablo recorre la historia de la salvación desde Adán hasta la Ley y desde esta hasta Cristo. En el centro de la escena no se encuentra Adán, con las consecuencias del pecado sobre la humanidad, sino Jesucristo y la gracia que, mediante él, ha sido derramada abundantemente sobre la humanidad. La repetición del "mucho más" referido a Cristo subraya cómo el don recibido en él sobrepasa con mucho al pecado de Adán y sus consecuencias sobre la humanidad, hasta el punto de que san Pablo puede llegar a la conclusión: "Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20). Por tanto, la confrontación que san Pablo traza entre Adán y Cristo pone de manifiesto la inferioridad del primer hombre respecto a la superioridad del segundo. 


Por otro lado, para poner de relieve el inconmensurable don de la gracia, en Cristo, san Pablo alude al pecado de Adán: se podría decir que, si no hubiera sido para demostrar la centralidad de la gracia, él no se habría entretenido en hablar del pecado que "a causa de un solo hombre entró en el mundo y, con el pecado, la muerte" (Rm 5, 12). Por eso, si en la fe de la Iglesia ha madurado la conciencia del dogma del pecado original, es porque este está inseparablemente vinculado a otro dogma, el de la salvación y la libertad en Cristo. Como consecuencia, nunca deberíamos tratar sobre el pecado de Adán y de la humanidad separándolos del contexto de la salvación, es decir, sin situarlos en el horizonte de la justificación en Cristo.


Pero, como hombres de hoy, debemos preguntarnos: ¿Qué es el pecado original? ¿Qué enseña san Pablo? ¿Qué enseña la Iglesia? ¿Es sostenible también hoy esta doctrina? Muchos piensan que, a la luz de la historia de la evolución, no habría ya lugar para la doctrina de un primer pecado, que después se difundiría en toda la historia de la humanidad. Y, en consecuencia, también la cuestión de la Redención y del Redentor perdería su fundamento. Por tanto: ¿existe el pecado original o no?

Para poder responder debemos distinguir dos aspectos de la doctrina sobre el pecado original. Existe un aspecto empírico, es decir, una realidad concreta, visible —yo diría, tangible— para todos; y un aspecto misterioso, que concierne al fundamento ontológico de este hecho. El dato empírico es que existe una contradicción en nuestro ser. Por una parte, todo hombre sabe que debe hacer el bien e íntimamente también lo quiere hacer. Pero, al mismo tiempo, siente otro impulso a hacer lo contrario, a seguir el camino del egoísmo, de la violencia, a hacer sólo lo que le agrada, aun sabiendo que así actúa contra el bien, contra Dios y contra el prójimo.


San Pablo en su carta a los Romanos expresó esta contradicción en nuestro ser con estas palabras: "Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero" (Rm 7, 18-19). Esta contradicción interior de nuestro ser no es una teoría. Cada uno de nosotros la experimenta todos los días. Y sobre todo vemos siempre cómo en torno a nosotros prevalece esta segunda voluntad. Basta pensar en las noticias diarias sobre injusticias, violencia, mentira, lujuria. Lo vemos cada día: es un hecho.


Como consecuencia de este poder del mal en nuestra alma, se ha desarrollado en la historia un río sucio, que envenena la geografía de la historia humana. El gran pensador francés Blaise Pascal habló de una "segunda naturaleza", que se superpone a nuestra naturaleza originaria, buena. Esta "segunda naturaleza" nos presenta el mal como algo normal para el hombre. Así también la típica expresión "esto es humano" tiene un doble significado. "Esto es humano" puede querer decir: este hombre es bueno, realmente actúa como debería actuar un hombre. Pero "esto es humano" puede también querer decir algo falso: el mal es normal, es humano. El mal parece haberse convertido en una segunda naturaleza. Esta contradicción del ser humano, de nuestra historia, debe provocar, y provoca también hoy, el deseo de redención. En realidad, el deseo de que el mundo cambie y la promesa de que se creará un mundo de justicia, de paz y de bien, está presente en todas partes: por ejemplo, en la política todos hablan de la necesidad de cambiar el mundo, de crear un mundo más justo. Y precisamente esto es expresión del deseo de que haya una liberación de la contradicción que experimentamos en nosotros mismos.


Por tanto, el hecho del poder del mal en el corazón humano y en la historia humana es innegable. La cuestión es: ¿Cómo se explica este mal? En la historia del pensamiento, prescindiendo de la fe cristiana, existe un modelo principal de explicación, con algunas variaciones. Este modelo dice: el ser mismo es contradictorio, lleva en sí tanto el bien como el mal. En la antigüedad esta idea implicaba la opinión de que existían dos principios igualmente originarios: un principio bueno y un principio malo. Este dualismo sería insuperable: los dos principios están al mismo nivel, y por ello existirá siempre, desde el origen del ser, esta contradicción. Así pues, la contradicción de nuestro ser reflejaría sólo la contrariedad de los dos principios divinos, por decirlo así.


En la versión evolucionista, atea, del mundo vuelve de un modo nuevo esa misma visión. Aunque, en esa concepción, la visión del ser es monista, se supone que el ser como tal desde el principio lleva en sí el bien y el mal. El ser mismo no es simplemente bueno, sino abierto al bien y al mal. El mal es tan originario como el bien. Y la historia humana desarrollaría solamente el modelo ya presente en toda la evolución precedente. Lo que los cristianos llaman pecado original sólo sería en realidad el carácter mixto del ser, una mezcla de bien y de mal que, según esta teoría, pertenecería a la naturaleza misma del ser. En el fondo, es una visión desesperada: si es así, el mal es invencible. Al final sólo cuenta el propio interés. Y todo progreso habría que pagarlo necesariamente con un río de mal, y quien quisiera servir al progreso debería aceptar pagar este precio. La política, en el fondo, está planteada sobre estas premisas, y vemos sus efectos. Este pensamiento moderno, al final, sólo puede crear tristeza y cinismo.


Así, preguntamos de nuevo: ¿Qué dice la fe, atestiguada por san Pablo? Como primer punto, la fe confirma el hecho de la competición entre ambas naturalezas, el hecho de este mal cuya sombra pesa sobre toda la creación. Hemos escuchado el capítulo 7 de la carta a los Romanos, pero podríamos añadir el capítulo 8. El mal existe, sencillamente. 

Como explicación, en contraste con los dualismos y los monismos que hemos considerado brevemente y que nos han parecido desoladores, la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que sin embargo está rodeado por los misterios de luz. El primer misterio de luz es este: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, sólo bueno, sin sombra de mal. Por eso, tampoco el ser es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por eso es un bien existir, es un bien vivir. Este es el gozoso anuncio de la fe: sólo hay una fuente buena, el Creador. Así pues, vivir es un bien; ser hombre, mujer, es algo bueno; la vida es un bien. Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del ser mismo, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad que abusa.


¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico. Sólo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se lo representa con grandes imágenes, como lo hace el capítulo 3 del Génesis, con la visión de los dos árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar, pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar; ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más profunda. Sigue siendo un misterio de oscuridad, de noche.


Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Por eso, el mal puede ser superado. Por eso la criatura, el hombre, es curable. Las visiones dualistas, incluido el monismo del evolucionismo, no pueden decir que el hombre es curable; pero si el mal procede sólo de una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría dice: "Las criaturas del mundo son saludables" (Sb 1, 14). 


Y finalmente, como último punto, el hombre no sólo se puede curar, de hecho está curado. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia. A la permanente fuente del mal ha opuesto una fuente de puro bien. Cristo crucificado y resucitado, nuevo Adán, opone al río sucio del mal un río de luz. Y este río está presente en la historia: son los santos, los grandes santos, pero también los santos humildes, los simples fieles. El río de luz que procede de Cristo está presente, es poderoso.

martes, 12 de junio de 2018

MIGUEL ANGEL FUENTES: ¿ASTROLOGÍA y HORÓSCOPOS?


¿Es moralmente ilícito creer en el horóscopo y en la astrología?
Responde el P. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E.
Pregunta:

¿Qué dice la Iglesia y la moral sobre la consulta y la creencia en los horóscopos? En general, ¿qué juicio merece la astrología?
Respuesta:
Es patente la extensión que este fenómeno tiene en nuestros días. No hay casi diario o revista que no incluya entre sus columnas, aquélla dedicada al horóscopo; en algunos países hay canales de televisión dedicados exclusivamente a temas astrológicos y esotéricos con programas al respecto, y lo mismo se diga de la radio. La literatura sobre el tema es muy abultada. Es más, hoy en día los horoscoperos se presentan como 'profesores', 'licenciados en ciencias ocultas', 'especialistas en ciencias parasicológicas'. La experiencia nos muestra que gran parte de nuestros contemporáneos si no consultan sus respectivos horóscopos convencidos de su exactitud, lo hacen al menos concediéndoles el privilegio de la duda: 'no es que yo crea en el horóscopo, pero algo de verdad debe tener'. Al menos muchos, guiados por cierto fatalismo supersticioso, piensan que permanecer totalmente incrédulos ante las predicciones horocopales puede traerles mala suerte. Y de hecho un dejo de consuelo les queda cuando leen allí pronosticado: se está por iniciar para usted una nueva etapa; pronto hallará anheladas respuestas; diez puntos en salud; los rosados influjos del amor no han logrado atemperar su fuego combativo; como todo felino tiene siete vidas y luchará valerosamente; aproveche el momento, sobre todo el financiero; la relación con los socios y con la pareja es muy buena; etc. Los hombres, para vivir, necesitan la esperanza, y cuando pierden la que nace de la fe verdadera, están dispuestos a creerle al primero que les prometa un venturoso porvenir: Mundus vult decipi, el mundo quiere ser engañado, dice un antiguo proverbio.

¿Qué podemos decir de esto? El horóscopo es un desprendimiento de la antigua astrología, no de la astrología natural, que es madre de la actual astronomía, sino de laastrología judiciaria, que se empeñaba en descubrir la influencia de los astros sobre el destino de los hombres y de las cosas. En tal sentido, hay que colocarlo dentro del fenómeno más amplio de las 'artes adivinatorias', puesto que, como su nombre mismo lo indica (oros-scopeo, examinar las horas), el horóscopo designaba originariamente la observación que los astrólogos hacían del estado del cielo en el momento del nacimiento de un hombre pretendiendo con ello adivinar los sucesos futuros de su vida. Para mayor exactitud, el horóscopo designa el mapa con la posición de los planetas en un instante dado por su relación con el Sol y la Tierra. Por derivación se llama también horóscopo a las predicciones que pretenden sacarse de tal observación.

La astrología judiciaria se divide, a su vez, en varias clases. Tenemos así la astrologíamundial, que intenta fijar la evolución de la historia y de la política; la astrología genetlíacao individual que, levantando el horóscopo del momento del nacimiento, pretende precedir los eventos futuros del sujeto implicado; la astrología horaria, destinada a contestar preguntas concretas, para lo cual se estudia el horóscopo del momento en que se formula la pregunta al astrólogo.

En todos los tiempos el hombre ha sentido el interés por conocer el porvenir, y en los tiempos de decadencia religiosa, tal interés se ha transformado en obsesión. El hombre moderno se parece mucho al 'supersticioso' que describe Teofrasto en sus Caracteres, corriendo febrilmente de un augur a un adivino, y de éste a un intérprete de sueños. El recurso de los hombres a la astrología tiene una larga historia, desde su origen babilónico; tuvo influencia en algunos filósofos de Grecia (presocráticos, epicúreos y estoicos)[2], y sobre todo en el mundo islámico (donde adquirió un desenvolvimiento singular); en el mundo cristiano estas creencias se desarrollaron poco mientras la fe era más profunda y arraigada (aunque no faltaron monarcas que tenían astrólogos en su corte), pero ya en el siglo XVI no había soberano que no consultara a su astrólogo particular, y sobre todo ganó terreno con el positivismo y el racionalismo del siglo XIX. Incluso, durante la segunda guerra mundial, después que el suizo Krafft predijo el atentado que Hitler sufrió en Munich el 8 de noviembre de 1939, la guerra psicológica añadió un departamento más, el astrológico.

Es verdad, y nadie podrá negarlo, que los astros ejercen algún tipo de influencia sobre las realidades del mundo, incluido el hombre: ¿quién no nota los efectos que producen los cambios de estaciones y condiciones meteorológicas, no sólo sobre las realidades materiales (como las mareas) sino sobre el humor, los estados anímicos y la misma salud humana? Por eso, Santo Tomás admite cierto influjo de los astros sobre la parte corpórea del hombre (en cuanto todo el universo se influye mutuamente), y, consecuente e indirectamente, sobre sus sentidos corporales (imaginación, memoria, instintos)[3]. Pero de ningún modo pueden servir para predecir los actos futuros libres de los hombres, puesto que sólo puede predecirse el futuro a partir de un hecho concreto, siempre y cuando el evento futuro se encuentre en este hecho o realidad presente como el efecto en su causa; y los hechos futuros de los hombres no son efecto de los movimientos o posiciones astrales. A lo sumo, como indica agudamente el mismo Santo Tomás, podría conjeturarse aquello que con mayor probabilidad harán algunos hombres basándonos en la experiencia que nos dice que la mayoría de los mortales se deja llevar de sus estados anímicos y de sus disposiciones corporales; en tal sentido, si conociéramos la influencia que algún astro o estación climática ejercerá sobre los cuerpos en tal fecha, podríamos también conjeturar cómo obrarían aquellos que se dejen llevar por tales estados[4].

Afirmar otro tipo de influencia y, peor aún, pretender determinar los hechos futuros a partir de los astros, plantea necesariamente la negación de la libertad humana, de la Providencia divina, y afirma, por el contrario, el fatalismo y el predestinacionismo absoluto. Por ello, la astrología puede constituir herejía (si presupone la negación de la libertad y la Providencia), superstición e idolatría (si conlleva la adoración de los astros), o simplemente vana observancia, es decir, el recurso a medios desproporcionados para obtener un efecto en sí mismo natural (como en el caso de las consultas a los modernos horóscopos).

En cuanto a los horoscoperos, adivinos y astrólogos (licenciados o no en ciencias ocultas y parapsicológicas), hay que decir que la gran mayoría son vividores que se aprovechan de la credulidad de mucha gente (¿No dice el libro del Eclesiástico 1,15: el número de los necios es infinito?). Otros, forman parte convencida de la moderna seducción por el ocultismo, de la fascinación por lo misterioso y de la búsqueda de lo asombroso como alternativa a su fe superficial o vacía. Algunos, por último, practican la astrología como parte del culto a los demonios, y es por la intervención de éstos últimos que algunos 'astrólogos' son capaces a veces de 'precedir' algunos hechos futuros, por cuanto los demonios a quienes recurren, siendo ángeles caídos, conocen mejor que los hombres la relación entre las causas y los efectos naturales, así como tienen una gran experiencia del obrar humano, con sus debilidades y miserias. Pero todas sus 'predicciones' sobre los actos futuros libres de los hombres no son más que conjeturas.

Por eso decía ya el Profeta Jeremías (10,2): No temáis por los pronósticos celestes, pues son los paganos los que temen de ellos; e Isaías (47,13): Estás cansada de tanto consultar. Que se presenten, pues; que te salven los que dividen los cielos, y observan las estrellas, y hacen la cuenta de los meses, de lo que ha de venir sobre ti; y el Levítico (19,31): No acudáis a los que evocan a los muertos ni a los adivinos, ni los consultéis, para no mancharos con su trato.

La Iglesia ha hablado sobre este tema desde antiguo condenando la creencia en la astrología, por ejemplo el Concilio de Toledo del año 400[5], o el Concilio de Braga del 561[6]. El juicio del Magisterio de la Iglesia puede resumirse en lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica: 'Todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone 'desvelan' el porvenir. La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a 'mediums' encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios'[7].

Todo género de adivinación, en definitiva, nace de la falta de fe en el Dios verdadero; y es el castigo del abandono de la auténtica fe. Por eso, en uno de sus cuentos escribía Chesterton: 'La gente no vacila en tragarse cualquier opinión no comprobada sobre cual­quier cosa... Y esto lleva el nombre de superstición... Es el primer paso con que se tropieza cuando no se cree en Dios: se pierde el sentido común y se dejan de ver las cosas como son en realidad. Cualquier cosa que opine el menos autorizado afirmando que se trata de algo profundo, basta para que se propague indefinidamente como una pesadilla. Un perro resulta entonces una predicción; un gato negro un misterio, un cerdo una cábala, un insecto una insignia, resucitando con ello el politeísmo del viejo Egipto y de la antigua India... y todo ello por temor a tres palabras: SE HIZO HOMBRE'.

En conclusión, si uno recurre a las prácticas astrológicas o consulta los horóscopos, creyendo seriamente en ello, comete un pecado de superstición propiamente dicho (pudiendo, incluso, llegar a la idolatría); si lo hace sólo por curiosidad y diversión, no hace otra cosa que recurrir a un pasatiempo fútil, que va poco a poco desgastando peligrosamente su fe verdadera. Si lo hace para granjearse la 'protección' de los demonios, comete un pecado de idolatría diabólica, y tal vez tenga que decir alguna vez con el poeta Goëthe: 'No puedo librarme de los espíritus que invoqué'.

[1]Apareció en Revista Diálogo nº 12.
[2]Cf. Santo Tomás, Suma Contra Gentiles, III, 84.
[3]Cf. Santo Tomás, Suma Teológica, II-II, 95; Suma Contra Gentiles, III, 84-85; Opúsculos De sortibus y De iudiciis astrorum.
[4]Cf. Suma Teológica, II-II, 95, 5 ad 2.
[5]'Si alguno piensa que debe creerse en la astrología, sea anatema' (Dz 35).
[6]'Si alguno cree que las almas humanas están ligadas a un signo fatal (que las almas y cuerpos humanos están ligados a estrellas fatales), como dijeron los paganos y Prisciliano, sea anatema' (Dz 239).
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2116

sábado, 9 de junio de 2018

MONS.JOSÉ IGNACIO MUNILLA AGUIRRE: NECESIDAD DEL CORAZÓN DE CRISTO (1)

Texto de partida tomado del siervo de Dios, Juan Pablo II:

“La enfermedad del hombre de hoy es una enfermedad de corazón: el corazón de piedra y egoísta”.

Signos más destacados de este “mal de corazón”

1º.- Falta de autoestima