viernes, 27 de agosto de 2021

SAN AGUSTÍN: EN LA ORACIÓN TODA LA PERSONA SE COMPROMETE


"Aquellos que rezan hacen de los miembros de su cuerpo lo que debe hacer todo suplicante: inclinan las rodillas, abren las manos y también se apoyan sobre la tierra o si hacen alguna otra acción visible, aunque su voluntad sea invisible y la intención del corazón sea evidente a Dios, no lo hacen porque Dios tenga necesidad de estos signos para conocer el ánimo del hombre, sino porque es el hombre el que con estos medios se excita siempre más a sí mismo para rezar y gemir con mayor humildad y fervor.

Y no sé cómo suceda pero es cierto que, mientras tales actitudes del cuerpo no pueden asumirse si no son precedidas de un movimiento del espíritu, cuando son repetidas exterior y visiblemente, aumenta y crece màs la tendencia invisible interior que las produce; también así sucede con el afecto del corazón que fue necesario para cumplirlas, y después que son hechas, aumenta. Y si alguien es detenido o impedido, no por esto el hombre interior deja de rezar y se postra delante de Dios en las profundidades de su corazón, donde se siente compungido" (El cuidado de los muertos 5)

jueves, 26 de agosto de 2021

GIACOMO BIFFI: SAN AGUSTÍN

Agustín -con sus escritos admirables, con su figura de Pastor ejemplar y, ante todo, con su inquieta actitud de búsqueda de Dios- sigue siendo para todos un maestro que siempre vale la pena escuchar.


"Fuimos bautizados, y se disipó en nosotros la inquietud de la vida pasada" (Confesiones 9, 6, 4). Con estas palabras simples y breves, Agustín evoca la conclusión de una larga y enmarañada aventura interior. El renacimiento "del agua y del Espíritu" tiene lugar durante la Vigilia pascual, la noche entre el 24 y el 25 de abril del año 387, en el baptisterio octagonal que Ambrosio, el gran obispo de Milán, recientemente había terminado de erigir.

Finalmente había llegado "a casa", porque había llegado al conocimiento vivo del Señor Jesús y a la comunión con Él; lo cual, aún en los años más turbios y confusos, había sido el anhelo casi inconsciente de todo su ser.

En su larga dispersión, en medio de la diversidad de las opiniones, y en la maraña de los vicios, había mantenido una especie de inconsciente atracción hacia la persona de Cristo. "Aquel nombre de mi Salvador, de tu Hijo, mi corazón aún tierno lo había absorbido en la leche misma de mi madre, y lo conservaba en lo profundo. Así que cualquier obra en la que Él faltase, así fuese docta y limpia y verdadera, no podía conquistarme totalmente" (Confesiones 3,4,8)

Uno de los momentos decisivos de su conversión se produce cuando se da cuenta de que Cristo no es un personaje literario o una idea filosófica, sino que es el Señor vivo que palpita, respira, enseña y ama en la liturgia y en la vida de la Iglesia, su Esposa y su Cuerpo. Por lo tanto, no es con la investigación erudita y solitaria del intelectual como se puede llegar a Él, sino con la cordial participación en el misterio eclesial, que no es otro que el misterio del Hijo de Dios crucificado y resucitado que se entrega a los suyos.

En tal comunión de vida, el individuo se trasciende a sí mismo y verdaderamente realiza de manera integral su naturaleza humana como ha sido querida y pensada por el Padre desde toda la eternidad: "Nos hemos transformado en Cristo. En efecto, si Él es la cabeza y nosotros los miembros, el hombre total es Él y nosotros" (Tract. In Ioan. 21, 8), dice audazmente Agustín.

Esta activa pertenencia eclesial, sean cuales fueren las virtudes y la santidad de los hombres de Iglesia, funda la certeza salvífica de los creyentes. "Lo he dicho frecuentemente y lo repito insistentemente - dice el obispo de Hipona a los fieles "cualquier cosa que seamos nosotros, vosotros estáis seguros, tenéis a Dios por Padre y a la Iglesia por madre" (Contra litt. Pet. 3, 9, 10).

miércoles, 25 de agosto de 2021

DIÁC. JORGE NOVOA: SANTA MÓNICA UN MENSAJE DE ACTUALIDAD

El 27 de agosto recordamos a santa Mónica, madre de san Agustín, fue ella madre y esposa ejemplar, su testimonio de vida y oración se elevaron como una ofrenda agradable a Dios, a quien imploró con perseverancia cristiana por la conversión de Patricio su esposo, y de Agustín su hijo. Muchas noticias sobre ella nos proporciona su hijo en el libro autobiográfico "Las confesiones", obra maestra entre las más leídas de todos los tiempos. Aquí conocemos que san Agustín bebió el nombre de Jesús con la leche materna y fue educado por su madre en la religión cristiana, cuyos principios quedaron en él impresos incluso en los años de desviación espiritual y moral.

Mónica como esposa y madre cristiana sufre al ver a su esposo e hijo, con una vida alejada de Dios, pero no se da por vencida, sino que implora por sus conversiones, con lágrimas y de rodillas. Mónica está representada en algunas imágenes con un pañuelo estrujado en su mano, signo de las lagrimas derramadas, pero su mirada siempre estaba dirigida a Aquel, que no permite que ninguna  lágrima se pierda…

En la vida de santa Mónica hay un mensaje de actualidad, se da un vínculo muy estrecho entre la madre y el hijo, y hoy más que nunca la oración perseverante (y las lágrimas) de las madres puede alcanzar gracias de conversión para sus hijos. Me animo a decir que es un ejercicio maternal irrenunciable, es crucial rezar con perseverancia por la conversión de los hijos y esposos, bebiendo de la espiritualidad de ésta madre santa.

Santa Mónica ya había llegado a ser, para este hijo suyo, "más que madre, la fuente de su cristianismo". Su único deseo durante años había sido la conversión de Agustín, a quien ahora veía orientado incluso a una vida de consagración al servicio de Dios. San Agustín repetía que su madre lo había "engendrado dos veces". Tal como nos lo enseña Santa Teresa, "vivir la vida se debe, que viva quede en la muerte". Y la muerte de Mónica, relatada por su hijo, muestra la grandeza del alma cristiana.

"Cuando ya se acercaba el día de su muerte –día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos–, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti.

Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas –y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres–, ella dijo:

«Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?»

No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días o poco más, cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto recobró el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de interrogación:

«¿Dónde estaba?»

Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:

«Enterrad aquí a vuestra madre».

Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por pensar así, y, mirándome a mí, dijo:

«Mira lo que dice».

Luego, dirigiéndose a ambos, añadió:

«Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis».

Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba.

Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita.
   

"¡Cuántas dificultades existen también hoy en las relaciones familiares y cuántas madres están angustiadas porque sus hijos se encaminan por senderos equivocados! Mónica, mujer sabia y firme en la fe, las invita a no desalentarse, sino a perseverar en la misión de esposas y madres, manteniendo firme la confianza en Dios y aferrándose con perseverancia a la oración."(Benedicto XVI) Una buena iniciativa es la de unirse con otras madres y abuelas, y rezar el santo Rosario una vez a la semana implorando por mediación de santa Mónica la conversión de esposos, hijos y nietos….La única oración que se pierde es la que no se realiza...

lunes, 23 de agosto de 2021

BENEDICTO XVI: SANTA MÓNICA, MUJER SABIA Y SÓLIDA EN LA FE, LAS INVITA A NO DESANIMARSE

Queridos hermanos y hermanas: Recordamos hoy, 27 de agosto, a Santa Mónica, y mañana recordaremos a su hijo, San Agustín: sus testimonios pueden ser de gran consuelo y ayuda para muchas familias también de nuestro tiempo.


Mónica, nacida en Tagaste, en la actual Argelia (en Souk-Arhas), de una familia cristiana, vivió de manera ejemplar su misión de esposa y de madre, ayudando a su marido Patricio a descubrir, poco a poco, la belleza de la fe en Cristo y la fuerza del amor evangélico, capaz de vencer el mal con el bien. Tras la muerte de él, ocurrida precozmente, Mónica se dedicó con valor al cuidado de sus tres hijos, dos hermanos y una hermana, entre ellos San Agustín, quien al principio le hizo sufrir con su temperamento más bien rebelde. Como dirá después el propio Agustín, su madre le engendró dos veces; la segunda requirió una larga tribulación espiritual, hecha de oración y de lágrimas, pero coronada al final por la alegría de verle no sólo abrazar la fe y recibir el Bautismo, sino también dedicarse enteramente al servicio de Cristo.


¡Cuántas dificultades existen también hoy en la relaciones familiares y cuántas madres están angustiadas porque sus hijos se encaminan por senderos equivocados! Mónica, mujer sabia y sólida en la fe, las invita a no desanimarse, sino a perseverar en la misión de esposas y de madres, manteniendo firme la confianza en Dios y agarrándose con perseverancia a la oración. En cuanto a Agustín, toda su existencia fue una apasionada búsqueda de la verdad. Al final, no sin una larga tormenta interior, descubrió en Cristo el sentido último y pleno de la propia vida y de toda la historia humana.


En la adolescencia, atraído por la belleza terrena, «se lanzó» -así dice- a ella –como él mismo se sincera (Confesiones, 10,27-38)- de manera egoísta y posesiva con comportamientos que crearon no poco dolor en su piadosa madre. Pero a través de un fatigoso itinerario, gracias también a las plegarias de ella, Agustín se abrió cada vez más a la plenitud de la verdad y del amor, hasta la conversión, ocurrida en Milán, bajo la guía del obispo San Ambrosio. Permanecerá así como modelo del camino hacia Dios, suprema Verdad y sumo Bien. «Tarde te amé –escribe en su célebre libro de las Confesiones-, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. He aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba... Estabas conmigo y yo no estaba contigo... Me llamaste, me gritabas, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y echaste de mis ojos mi ceguera» (Ibíd.).


Que igualmente para nosotros obtenga San Agustín el don de un sincero y profundo encuentro con Cristo, un encuentro sobre todo también para todos aquellos jóvenes que, sedientos de felicidad, la buscan recorriendo caminos equivocados y se pierden en callejones sin salida. Santa Mónica y San Agustín nos invitan a dirigirnos con confianza a María, trono de la Sabiduría. A Ella confiamos a los padres cristianos, para que, como Mónica, acompañen con el ejemplo y la oración el camino de sus hijos. A la Virgen Madre de Dios encomendamos a la juventud a fin de que, como Agustín, tienda siempre hacia la plenitud de la Verdad y del Amor, que es Cristo: sólo Él puede saciar los deseos profundos del corazón humano.

domingo, 22 de agosto de 2021

BENEDICTO XVI: MARÍA REINA (22 de agosto)

Se celebra hoy la memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María invocada con el título: Ad caeli Reginam, 11 de octubre de 1954: AAS 46 [1954] 625-640). En esa circunstancia el Papa dijo que María es Reina más que cualquier otra criatura por la elevación de su alma y por la excelencia de los dones recibidos. Ella no cesa de dispensar todos los tesoros de su amor y de sus cuidados a la humanidad (cf. Discurso en honor de María Reina, 1 de noviembre de 1954). Ahora, después de la reforma posconciliar del calendario litúrgico, fue situada ocho días después de la solemnidad de la Asunción para poner de relieve la íntima relación entre la realeza de María y su glorificación en cuerpo y alma al lado de su Hijo. En la constitución del concilio Vaticano II sobre la Iglesia leemos: «María fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo» (Lumen gentium, 59).
«Reina». Es una fiesta de institución reciente, aunque es antiguo su origen y devoción: fue instituida por el venerable Pío XII, en 1954, al final del Año Mariano, fijando para su celebración la fecha del 31 de mayo (cf. Carta enc.

Este es el fundamento de la fiesta de hoy: María es Reina porque fue asociada a su Hijo de un modo único, tanto en el camino terreno como en la gloria del cielo. El gran santo de Siria, Efrén el siro, afirma, sobre la realeza de María, que deriva de su maternidad: ella es Madre del Señor, del Rey de los reyes (cf. Is 9, 1-6) y nos señala a Jesús como vida, salvación y esperanza nuestra. El siervo de Dios Pablo VI recordaba en su exhortación apostólica Marialis cultus: «En la Virgen María todo se halla referido a Cristo y todo depende de él: con vistas a él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro» (n. 25).

Pero ahora nos preguntamos: ¿qué quiere decir María Reina? ¿Es sólo un título unido a otros? La corona, ¿es un ornamento junto a otros? ¿Qué quiere decir? ¿Qué es esta realeza? Como ya hemos indicado, es una consecuencia de su unión con el Hijo, de estar en el cielo, es decir, en comunión con Dios. Ella participa en la responsabilidad de Dios respecto al mundo y en el amor de Dios por el mundo. Hay una idea vulgar, común, de rey o de reina: sería una persona con poder y riqueza. Pero este no es el tipo de realeza de Jesús y de María. Pensemos en el Señor: la realeza y el ser rey de Cristo está entretejido de humildad, servicio, amor: es sobre todo servir, ayudar, amar. Recordemos que Jesús fue proclamado rey en la cruz con esta inscripción escrita por Pilato: «rey de los judíos» (cf. Mc 15, 26). En aquel momento sobre la cruz se muestra que él es rey. ¿De qué modo es rey? Sufriendo con nosotros, por nosotros, amando hasta el extremo, y así gobierna y crea verdad, amor, justicia. O pensemos también en otro momento: en la última Cena se abaja a lavar los pies de los suyos. Por lo tanto, la realeza de Jesús no tiene nada que ver con la de los poderosos de la tierra. Es un rey que sirve a sus servidores; así lo demostró durante toda su vida. Y lo mismo vale para María: es reina en el servicio a Dios en la humanidad; es reina del amor que vive la entrega de sí a Dios para entrar en el designio de la salvación del hombre. Al ángel responde: He aquí la esclava del Señor (cf. Lc 1, 38), y en el Magníficat canta: Dios ha mirado la humildad de su esclava (cf. Lc 1, 48). Nos ayuda. Es reina precisamente amándonos, ayudándonos en todas nuestras necesidades; es nuestra hermana, humilde esclava.

De este modo ya hemos llegado al punto fundamental: ¿Cómo ejerce María esta realeza de servicio y de amor? Velando sobre nosotros, sus hijos: los hijos que se dirigen a ella en la oración, para agradecerle o para pedir su protección maternal y su ayuda celestial tal vez después de haber perdido el camino, oprimidos por el dolor o la angustia por las tristes y complicadas vicisitudes de la vida. En la serenidad o en la oscuridad de la existencia, nos dirigimos a María confiando en su continua intercesión, para que nos obtenga de su Hijo todas las gracias y la misericordia necesarias para nuestro peregrinar a lo largo de los caminos del mundo. Por medio de la Virgen María, nos dirigimos con confianza a Aquel que gobierna el mundo y que tiene en su mano el destino del universo. Ella, desde hace siglos, es invocada como celestial Reina de los cielos; ocho veces, después de la oración del santo Rosario, es implorada en las letanías lauretanas como Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, de todos los santos y de las familias. El ritmo de estas antiguas invocaciones, y las oraciones cotidianas como la Salve Regina, nos ayudan a comprender que la Virgen santísima, como Madre nuestra al lado de su Hijo Jesús en la gloria del cielo, está siempre con nosotros en el desarrollo cotidiano de nuestra vida.

El título de reina es, por lo tanto, un título de confianza, de alegría, de amor. Y sabemos que la que tiene en parte el destino del mundo en su mano es buena, nos ama y nos ayuda en nuestras dificultades.

Queridos amigos, la devoción a la Virgen es un componente importante de la vida espiritual. En nuestra oración no dejemos de dirigirnos a ella con confianza. María intercederá seguramente por nosotros ante su Hijo. Mirándola a ella, imitemos su fe, su disponibilidad plena al proyecto de amor de Dios, su acogida generosa de Jesús. Aprendamos a vivir como María. María es la Reina del cielo cercana a Dios, pero también es la madre cercana a cada uno de nosotros, que nos ama y escucha nuestra voz. Gracias por la atención.

viernes, 13 de agosto de 2021

BENEDICTO XVI: LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA


La fiesta de la Asunción es un día de alegría. Dios ha vencido. El amor ha vencido. Ha vencido la vida. Se ha puesto de manifiesto que el amor es más fuerte que la muerte, que Dios tiene la verdadera fuerza, y su fuerza es bondad y amor.

María fue elevada al cielo en cuerpo y alma: en Dios también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida. En el cielo tenemos una madre. Y la Madre de Dios, la Madre del Hijo de Dios, es nuestra madre. Él mismo lo dijo. La hizo madre nuestra cuando dijo al discípulo y a todos nosotros: "He aquí a tu madre". En el cielo tenemos una madre. El cielo está abierto; el cielo tiene un corazón.

En el evangelio de hoy hemos escuchado el «Magníficat», esta gran poesía que brotó de los labios, o mejor, del corazón de María, inspirada por el Espíritu Santo. En este canto maravilloso se refleja toda el alma, toda la personalidad de María. Podemos decir que este canto es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es.

Quisiera destacar sólo dos puntos de este gran canto. Comienza con la palabra «Magníficat»: mi alma "engrandece" al Señor, es decir, proclama que el Señor es grande. María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un "competidor" en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios.

El hecho de que nuestros primeros padres pensaran lo contrario fue el núcleo del pecado original. Temían que, si Dios era demasiado grande, quitara algo a su vida. Pensaban que debían apartar a Dios a fin de tener espacio para ellos mismos. Esta ha sido también la gran tentación de la época moderna, de los últimos tres o cuatro siglos. Cada vez más se ha pensado y dicho: "Este Dios no nos deja libertad, nos limita el espacio de nuestra vida con todos sus mandamientos. Por tanto, Dios debe desaparecer; queremos ser autónomos, independientes. Sin este Dios nosotros seremos dioses, y haremos lo que nos plazca".

Este era también el pensamiento del hijo pródigo, el cual no entendió que, precisamente por el hecho de estar en la casa del padre, era "libre". Se marchó a un país lejano, donde malgastó su vida. Al final comprendió que, en vez de ser libre, se había hecho esclavo, precisamente por haberse alejado de su padre; comprendió que sólo volviendo a la casa de su padre podría ser libre de verdad, con toda la belleza de la vida.

Lo mismo sucede en la época moderna. Antes se pensaba y se creía que, apartando a Dios y siendo nosotros autónomos, siguiendo nuestras ideas, nuestra voluntad, llegaríamos a ser realmente libres, para poder hacer lo que nos apetezca sin tener que obedecer a nadie. Pero cuando Dios desaparece, el hombre no llega a ser más grande; al contrario, pierde la dignidad divina, pierde el esplendor de Dios en su rostro. Al final se convierte sólo en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar. Eso es precisamente lo que ha confirmado la experiencia de nuestra época.

El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también nosotros seremos divinos: tendremos todo el esplendor de la dignidad divina.

Apliquemos esto a nuestra vida. Es importante que Dios sea grande entre nosotros, en la vida pública y en la vida privada. En la vida pública, es importante que Dios esté presente, por ejemplo, mediante la cruz en los edificios públicos; que Dios esté presente en nuestra vida común, porque sólo si Dios está presente tenemos una orientación, un camino común; de lo contrario, los contrastes se hacen inconciliables, pues ya no se reconoce la dignidad común. Engrandezcamos a Dios en la vida pública y en la vida privada. Eso significa hacer espacio a Dios cada día en nuestra vida, comenzando desde la mañana con la oración y luego dando tiempo a Dios, dando el domingo a Dios. No perdemos nuestro tiempo libre si se lo ofrecemos a Dios. Si Dios entra en nuestro tiempo, todo el tiempo se hace más grande, más amplio, más rico.

Una segunda reflexión. Esta poesía de María –el «Magníficat»– es totalmente original; sin embargo, al mismo tiempo, es un "tejido" hecho completamente con "hilos" del Antiguo Testamento, hecho de palabra de Dios. Se puede ver que María, por decirlo así, "se sentía como en su casa" en la palabra de Dios, vivía de la palabra de Dios, estaba penetrada de la palabra de Dios. En efecto, hablaba con palabras de Dios, pensaba con palabras de Dios; sus pensamientos eran los pensamientos de Dios; sus palabras eran las palabras de Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por eso era tan espléndida, tan buena; por eso irradiaba amor y bondad. María vivía de la palabra de Dios; estaba impregnada de la palabra de Dios. Al estar inmersa en la palabra de Dios, al tener tanta familiaridad con la palabra de Dios, recibía también la luz interior de la sabiduría. Quien piensa con Dios, piensa bien; y quien habla con Dios, habla bien, tiene criterios de juicio válidos para todas las cosas del mundo, se hace sabio, prudente y, al mismo tiempo, bueno; también se hace fuerte y valiente, con la fuerza de Dios, que resiste al mal y promueve el bien en el mundo.

Así, María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos invita a conocer la palabra de Dios, a amar la palabra de Dios, a vivir con la palabra de Dios, a pensar con la palabra de Dios. Y podemos hacerlo de muy diversas maneras: leyendo la sagrada Escritura, sobre todo participando en la liturgia, en la que a lo largo del año la santa Iglesia nos abre todo el libro de la sagrada Escritura. Lo abre a nuestra vida y lo hace presente en nuestra vida.

Pero pienso también en el «Compendio del Catecismo de la Iglesia católica», que hemos publicado recientemente, en el que la palabra de Dios se aplica a nuestra vida, interpreta la realidad de nuestra vida, nos ayuda a entrar en el gran "templo" de la palabra de Dios, a aprender a amarla y a impregnarnos, como María, de esta palabra. Así la vida resulta luminosa y tenemos el criterio para juzgar, recibimos bondad y fuerza al mismo tiempo.

María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está "dentro" de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios. Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como "madre" –así lo dijo el Señor–, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros.En este día de fiesta demos gracias al Señor por el don de esta Madre y pidamos a María que nos ayude a encontrar el buen camino cada día. Amén.

Homilía que Benedicto XVI pronunció al presidir la misa de la solemnidad de la Asunción de Virgen María en la parroquia de Santo Tomás de Villanueva, en Castel Gandolfo, lunes, 29 agosto 2005

JUAN PABLO II .CATEQUESIS SOBRE LA ASUNCIÓN

El dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue glorificado después de su muerte. En efecto, mientras para los demás hombres la resurrección de los cuerpos tendrá lugar al fin del mundo, para María la glorificación de su cuerpo se anticipó por singular privilegio.

El 1 de noviembre de 1950, al definir el dogma de la Asunción, Pío XII no quiso usar el término «resurrección» y tomar posición con respecto a la cuestión de la muerte de la Virgen como verdad de fe. La bula Munificentissimus Deus se limita a afirmar la elevación del cuerpo de María a la gloria celeste, declarando esa verdad «dogma divinamente revelado».

¿Cómo no notar aquí que la Asunción de la Virgen forma parte, desde siempre, de la fe del pueblo cristiano, el cual, afirmando el ingreso de María en la gloria celeste, ha querido proclamar la glorificación de su cuerpo?

El primer testimonio de la fe en la Asunción de la Virgen aparece en los relatos apócrifos, titulados «Transitus Mariae», cuyo núcleo originario se remonta a los siglos II-III. Se trata de representaciones populares, a veces noveladas, pero que en este caso reflejan una intuición de fe del pueblo de Dios.

A continuación se fue desarrollando una larga reflexión con respecto al destino de María en el más allá. Esto, poco a poco, llevó a los creyentes a la fe en la elevación gloriosa de la Madre de Jesús en alma y cuerpo, y a la institución en Oriente de las fiestas litúrgicas de la Dormición y de la Asunción de María.

La fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la Madre del Señor, después de su muerte, desde Oriente se difundió a Occidente con gran rapidez y a partir del siglo XIV, se generalizó. En nuestro siglo, en vísperas de la definición del dogma, constituía una verdad casi universalmente aceptada y profesada por la comunidad cristiana en todo el mundo.

Así, en mayo de 1946, con la encíclica Deiparae Virginis Mariae, Pío XII promovió una amplia consulta, interpelando a los obispos y, a través de ellos a los sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la posibilidad y la oportunidad de definir la asunción corporal de María como dogma de fe. El recuento fue ampliamente positivo: sólo seis respuestas, entre 1.181, manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esa verdad.

Citando este dato, la bula Munificentissimus Deus afirma: «El consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia proporciona un argumento cierto y sólido para probar que la asunción corporal de la santísima Virgen María al cielo (...) es una verdad revelada por Dios y por tanto, debe ser creída firme y fielmente por todos los hijos de la Iglesia» (AAS 42 [1950], 757).

La definición del dogma, de acuerdo con la fe universal del pueblo de Dios, excluye definitivamente toda duda y exige la adhesión expresa de todos los cristianos.

Después de haber subrayado la fe actual de la Iglesia en la Asunción, la bula recuerda la base escriturística de esa verdad. El Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente la Asunción de María, ofrece su fundamento, porque pone muy bien de relieve la unión perfecta de la santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que se manifiesta ya desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en la misión de su Hijo y, sobre todo en su asociación al sacrificio redentor no puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María, perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su destino celeste en alma y cuerpo.

La citada bula Munificentissimus Deus, refiriéndose a la participación de la mujer del Protoevangelio en la lucha contra la serpiente y reconociendo en María a la nueva Eva, presenta la Asunción como consecuencia de la unión de María a la obra redentora de Cristo. Al respecto afirma: «Por eso, de la misma manera que la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y último trofeo de esta victoria, así la lucha de la bienaventurada Virgen, común con su Hijo, había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal» (AAS 42 [1950], 768).

La Asunción es, por consiguiente, el punto de llegada de la lucha que comprometió el amor generoso de María en la redención de la humanidad y es fruto de su participación única en la victoria de la cruz.

lunes, 2 de agosto de 2021

SAN AGUSTÍN SOBRE LA ORACIÓN

 "Cuando nuestra oración no es escuchada es porque pedimos aut mali, aut male, aut mala.


Mali, porque somos malos y no estamos bien dispuestos para la petición. Male, porque pedimos mal, con poca fe o sin perseverancia, o con poca humildad. Mala, porque pedimos cosas malas, o van a resultar, por alguna razón, no convenientes para nosotros".

La ciudad de Dios, 20, 22.

domingo, 1 de agosto de 2021

SAN AGUSTÍN : LA ESPERANZA NOS CONSUELA EN EL CAMINO


¿Qué decir de la esperanza? ¿Existirá allí? Dejará de existir cuando se haga presente la realidad esperada. También la esperanza es necesaria durante la peregrinación; es ella la que nos consuela en el camino. El viandante que se fatiga en el camino, soporta la fatiga, porque espera llegar a la meta. Quítale la esperanza de llegar, y al instante se quebrantarán sus fuerzas. Por ello, también la esperanza en el tiempo presente forma parte de la justicia de nuestra peregrinación.

Escucha al mismo Apóstol: Mientras esperamos la adopción, gemimos todavía en nuestro interior. Donde hay gemidos no se puede hablar de aquella felicidad de la que dice la Escritura: Pasó la fatiga y el llanto (Is 35,10). Por lo tanto, dice, gemimos todavía en nuestro interior, mientras esperamos la adopción, la redención de nuestro cuerpo. Gemimos todavía, ¿por qué? Hemos sido salvados en esperanza. La esperanza que se ve no es esperanza. Si alguien ve algo, ¿cómo puede esperarlo? Si, en cambio, esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos. Por esta paciencia fueron coronados los mártires; deseaban lo que no veían y despreciaban los sufrimientos. Fundados en esta esperanza decían: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿La espada? Porque por ti... ¿Dónde está el por quién? Porque por ti vamos a la muerte cada día. Por ti (Rom 8,23.24.25.35.36). ¿Y dónde está: Dichosos quienes no vieron y creyeron? (Jn 20,29). Mira dónde está: está en ti, pues en ti está tu misma fe. ¿O nos engaña el Apóstol que dice que Cristo habita por la fe en nuestros corazones? (Ef 3,17). Ahora habita por la fe, luego por la visión; por la fe mientras estamos en camino, mientras dura nuestro peregrinar. Mientras estamos en el cuerpo, peregrinamos lejos del Señor; caminamos en la fe, no en la visión (2 Cor 5,6-7).

Si esto es la fe, ¿qué será la visión? Escúchalo: Dios será todo en todos (1 Cor 15,28). ¿Qué es todo? Todo lo que aquí buscabas, todo lo que aquí tenemos por grande, todo eso será Dios para ti. ¿Qué querías, qué amabas aquí? ¿Comer y beber? Él será para ti comida y bebida. ¿Qué deseabas aquí? ¿La salud de tu cuerpo frágil y temporal? Él será para ti inmortalidad. ¿Buscabas aquí riquezas? Avaro, ¿qué te puede bastar si no te basta Dios? ¿Amabas la gloria y los honores? Dios será para ti gloria, él, a quien ahora decimos: Tú eres mi gloria, que ensalza mi cabeza (Sal 3,4). Ya ensalzó mi cabeza: nuestra Cabeza es Cristo. Pero ¿de qué te extrañas? Tanto la Cabeza como los miembros serán exaltados; entonces será Dios todo en todos. Esto lo creemos y esperamos ahora; cuando lleguemos, lo poseeremos. Entonces, en vez de fe, habrá visión. 

¿Qué decir de la caridad? ¿También ella existe ahora y dejará de existir después? Si amamos creyendo sin ver, ¡cómo amaremos cuando llegue la visión y la posesión! Por lo tanto, habrá caridad, pero será perfecta, como dice el Apóstol: La fe, la esperanza y la caridad: tres cosas, la mayor de las cuales es la caridad (1 Cor 13,13). Estando en posesión de ella y nutriéndola en nosotros, perseveremos con confianza en Dios, con su ayuda, y digamos hasta que él se apiade y lo lleve a la perfección: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? Porque por tu causa somos llevados a la muerte y considerados como ovejas para el matadero. ¿Y quién soporta, quién tolera todo esto? Pero en todas estas cosas vencemos. ¿Cómo? Por aquel que nos amó (Ro 8,36-37). Por ello, si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? (Ro 8,31). (San Agustín,  Sermón 158,8-9)