El Padre Pío admiró siempre la altura espiritual de san José.
Imitó sus virtudes y recurrió a él en los momentos más difíciles de su
vida obteniendo siempre gracias y
favores celestiales.
favores celestiales.
Él,
como san José, aún sin serlo en el orden natural, se sentía padre y era
consciente de los derechos y deberes de su paternidad espiritual. Por este motivo,
se dirigía con confianza a este santo, para suplicarle por sus hijos e hijas
espirituales. «Ruego a san José que, con aquel amor y con la generosidad con
que cuidó de Jesús, custodie tu alma, y, como lo defendió de Herodes, así
proteja tu alma de un Herodes más feroz: ¡el demonio!». «El patriarca san José
cuide de ti con el mismo cuidado que tuvo de Jesús: te asista siempre con su
benévolo patrocinio y te libre de la persecución del impío y soberbio Herodes,
y no permita jamás que Jesús se aleje de tu corazón».
Y
san José correspondió al Padre Pío con una asistencia singular y con visiones
extraordinarias. En efecto, el Siervo de Dios, en enero de 1912, confió al
padre Agustín de San Marco in Lamis: «Barbazul no se quiere dar por vencido. Se
ha disfrazado de casi todas las formas. Hace ya días que viene a visitarme con
otros de sus satélites, armados con bastones e instrumentos de hierro, y lo que
es peor bajo su propia forma. ¡Quién sabe cuántas veces me ha tirado de la cama
arrastrándome por la habitación! Pero, ¡paciencia! Casi siempre están conmigo
Jesús, la Mamita, el Angelito, san José y el padre san Francisco» (Ep I,252).
Al
mismo padre Agustín escribe el Padre Pío, el 20 de marzo de 1921: «Ayer,
festividad de san José, sólo Dios sabe las dulzuras que experimenté, sobre todo
después de la misa, tan intensas que las siento todavía en mí. La cabeza y el
corazón me ardían, pero era un fuego que me hacía bien» (Ep I,265).
El
padre Honorato Marcucci, uno de los asistentes del Padre Pío en los últimos años
de su existencia terrena, contaba este episodio.
Una
tarde del mes anterior al de la muerte del venerado Padre, se encontraba con él
en la terraza contigua a la celda n. 1, esperando para acompañarle a la
sacristía para la función vespertina. Era un miércoles, día consagrado a san
José, y el Padre Pío no se decidía a moverse. De pie ante un cuadro del
glorioso Patriarca, apoyado en la pared, el venerado Padre parecía en éxtasis.
Pasado un poco de tiempo, el padre Honorato le dijo: Padre, ¿debo esperar todavía?;
¿nos hemos de ir?; vamos con retraso». Pero sus preguntas quedaron sin
respuesta. El Padre Pío seguía contemplando al glorioso Patriarca.
Al
fin, después de que el padre Honorato le arrastrara del brazo y le repitiera
por enésima vez la pregunta, el Padre Pío exclamó: «Mira, mira, ¡qué bello es
san José!».
Se
dirigieron a la sacristía.
En
la sala «San Francisco» encontraron al padre sacristán, que les preguntó:
«¿Cómo con tanto retraso?».
El
padre Honorato respondió: «Hoy el Padre Pío no quería separarse del cuadro de
san José».
El
Padre Pío no dejaba pasar una sola oportunidad sin invitar a sus hijos
espirituales a cultivar una sincera y profunda devoción a san José, fuente
siempre rica de enseñanzas, de consuelo y de favores.
Parece
escucharse todavía hoy su voz: «Ite ad Joseph! (Gn 41,55). Id a José con
confianza absoluta, porque también yo, como santa Teresa de Ávila, “no recuerdo
haber pedido cosa alguna a san José, sin haberla obtenido de inmediato”».
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