La fe cristiana es la total presentación de la realidad, siempre que atentos a su totalidad – la verdad católica – y seamos humildes para reconocer que quien lleva el todo es la Iglesia y que cada uno va descubriendo la fe por momentos.¿A qué viene este? A abrir la atención a lo que queremos afirmar: la santidad es real en la existencia cristiana, más aún es la mayor realidad.
Cuando decimos esto no hacemos triunfalismo eclesial, queriendo afirmar que todo lo que sucede en la Iglesia y los cristianos está bien, o que somos perfectos, ni es para ocultar pecados y errores. ¡Al contrario! Si la fe católica afirma la realidad del pecado original, es decir, que la humanidad enterar –aunque creada buena por Dios- está toda ella sujeta al pecado y a la muerte y necesita ser salvada. También afirma la fe católica, que aún después del perdón de los pecados obtenido por la muerte de Cristo, aún en los perdonados, persiste la concupiscencia que atrae hacia el pecado, en una humanidad que sigue estando enferma y débil.
La santidad es antes que nada propio de Dios. A Él lo proclamamos tres veces santo en la Misa. A Cristo le cantamos ‘solo tú eres santo’. Por eso también, la fe y la piedad católica nos enseñan a ser humildes, y abajarnos ante la santidad de Dios.
Asimismo, se nos proclama que Cristo ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación. El Espíritu Santo ha sido derramado para el perdón de los pecados y la santificación. Entonces tenemos que afirmar que Dios nos regala la participación en su santidad. Así como sólo Dios ‘es’, es decir, existe por sí mismo y toda creatura es vanidad, pero es real la existencia de las creaturas, así también solo Dios es santo, pero es real la participación que comunica de su santidad.
La Iglesia es santa, como la confesamos en el credo. Esta Iglesia tomada de la humanidad pecadora. Esta Iglesia continuamente afectada por el pecado de sus miembros. Esta Iglesia es santa, porque cuando decimos creo en la Iglesia Santa, incluimos en la Iglesia a Cristo, la cabeza, y al Espíritu Santo que la anima. Por eso, esta Iglesia, aun con los pecados de sus miembros, incluso de sus ministros, da el perdón de los pecados – por la predicación, el bautismo, la penitencia -, se une en su oración y en el Sacrificio de la Misa a la ofrenda permanente de Cristo, víctima de propiciación de nuestros pecados, es el órgano por el cual continuamente actúa el Espíritu de Santidad.
Más aún, en la Iglesia florece continuamente la santidad en sus miembros. A pesar de tantos pecados, el Espíritu se muestra en multitud de obras de santidad y en miembros eminentemente santos. Los que conocemos como ‘santos’ son la punta del iceberg, la visibilidad en cada momento del camino temporal de la Iglesia, de la presencia santificadora del Espíritu. Los santos de todos los tiempos nos recuerdan que la santidad es real, existió y existe en el mundo y que la vocación, el sentido de la vida es dejarnos santificar por Dios – por los medios de la Iglesia – y entregarnos con humildad al camino de la santificación unidos a la obediencia y entrega de Cristo, por obra del Espíritu Santo. Vivamos la realidad: estamos llamados a ser santos y es posible, por la gracia de Dios.
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