El siglo XIX presenta, desde el punto de vista mariano una fisonomía singular. En el plano literario es de gran esterilidad. El renacimiento mariano estará marcado por las apariciones. Comienza en 1830 en la aparición a Catalina Laboure allí se acuña un proyecto de piedad mariana que tendrá gran repercusión. La medalla que se acuña contiene los dos polos centrales: Inmaculada Concepción y Mediación. En 1854 está la definición dogmática y luego será Lourdes en Francia. Pio IX ha consultado cuidadosamente el sentir de la Iglesia.
Después de la obra de Malou sobre la Inmaculada en Bélgica (1857) aparece Newman propone en 1866 una mariología de cara a las fuentes. En 1822 Scheeben va en la misma dirección de Newman y vuelve a los Padres. Un doble afán domina toda su obra: recoge los aspectos del dogma mariano según un orden y unidad, y lo que es más nuevo, el de situar la mariología en su lugar dentro del conjunto de la Teología, entre el tratado de Cristo y el de la Iglesia. El centro del siglo XX es la relación que se establece entre María y la Iglesia.
CONCILIO VATICANO II
De la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Costó mucho llegar a un acuerdo sobre el título. Las dificultades comenzaron desde el principio en la Comisión preparatoria. El texto del 20 de enero de 1962 se intitulaba De Maria, Matre Capitis et Matre Corporis Christi membrorum.
La misma comisión lo simplificó, pasándolo a la comisión central bajo el epígrafe: De Beata Virgine Matre Dei et Matre hominum, y así se imprimió como esquema separado del documento sobre la Iglesia. Ya en pleno Concilio la comisión coordinadora, lo propuso como esquema aparte y lo tituló De Beata maría Virgine, Matre Ecclesiae. Así se imprimió en fascículo separado antes de la segunda etapa (1963). Lo cierto es que unos deseaban que de modo genérico se hablase de la “Santísima Virgen”. Otros que se resaltara su vinculación con los fieles llamándola “madre de los fieles” y resaltando que su grandeza le viene de su respuesta de fe al anuncio del ángel. En la votación final ambas corrientes se pusieron de acuerdo en relación al título y primó la posición que propugnaba que el tratado de la Virgen se incluyera en el tratado de la Iglesia.
Presencia de María el en el Concilio Vaticano II
Quisiera detenerme hoy a reflexionar sobre la presencia especial de la Madre de la Iglesia en un evento eclesial que es seguramente el más importante de nuestro siglo: el concilio ecuménico Vaticano II, que inició el Papa Juan XXIII, la mañana del 11 de octubre de 1962, y concluyó Pablo VI el 8 de diciembre de 1965.
En efecto, la Asamblea conciliar se caracterizó, desde su convocación, por una singular dimensión mariana. Ya en la carta apostólica Celebrandi concilii oecumenici, mi venerado predecesor el siervo de Dios Juan XXIII había recomendado el recurrir a la poderosa intercesión de María, «Madre de la gracia y patrona celestial del Concilio» (11 de abril de 1961: AAS 53 [1961] 242).
Posteriormente, en 1962, en la fiesta de la Purificación de María, el Papa Juan fijaba la apertura del Concilio para el 11 de octubre, explicando que había escogido esa fecha en recuerdo del gran concilio de Éfeso, que precisamente en esa fecha había proclamado a María Theotókos, Madre de Dios (motu proprio Concilium: AAS 54 [1962] 67-68). A la que es «Auxilio de los cristianos, Auxilio de los obispos», el Papa en el discurso de apertura encomendaba el Concilio mismo, implorando su asistencia maternal para la feliz realización de los trabajos conciliares (AAS 54 [1962] 795).
A María dirigen expresamente su pensamiento también los padres del Concilio que, en el mensaje al mundo, durante la apertura de las sesiones conciliares, afirman: «Nosotros, sucesores de los Apóstoles, que formamos un solo cuerpo apostólico, nos hemos reunido aquí en oración unánime con María, Madre de Jesús» (Acta synodalia, 1, 1, 254), vinculándose de este modo, en la comunión con María, a la Iglesia primitiva que esperaba la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14).
En la segunda sesión del Concilio se propuso introducir el tratado sobre la bienaventurada Virgen María en la constitución sobre la Iglesia. Esta iniciativa, aunque fue recomendada expresamente por la Comisión teológica, suscitó diversidad de opiniones.
Algunos, considerándola insuficiente para poner de relieve la especialísima misión de la Madre de Jesús en la Iglesia, sostenían que sólo un documento separado podría expresar la dignidad, la preeminencia, la santidad excepcional y el papel singular de María en la redención realizada por su Hijo. Además, considerando a María, en cierto modo, por encima de la Iglesia, manifestaban el temor de que la opción de insertar la doctrina mariana en el tratado sobre la Iglesia no pusiese suficientemente de relieve los privilegios de María, reduciendo su función al nivel de los demás miembros de la Iglesia (cf. Acta synodalia, II, III. 338-342).
Otros, en cambio, se manifestaban a favor de la propuesta de la Comisión teológica, que trataba de incluir en un único documento la exposición doctrinal sobre María y sobre la Iglesia. Según estos últimos, dichas realidades no se podían separar en un concilio que, poniéndose como meta el redescubrimiento de la identidad y de la misión del pueblo de Dios, debía mostrar su conexión íntima con la mujer que es modelo y ejemplo de la Iglesia en la virginidad y en la maternidad. Efectivamente, la Santísima Virgen, en su calidad de miembro eminente de la comunidad eclesial, ocupa un puesto especial en la doctrina de la Iglesia. Además, al poner el acento sobre el nexo entre María y la Iglesia, se hacía más comprensible a los cristianos de la Reforma la doctrina mariana propuesta por el Concilio (cf. ib., II, III, 343-345).
Los padres conciliares, animados por el mismo amor a María, trataban así de privilegiar aspectos diversos de su figura, manifestando posiciones doctrinales diferentes. Unos contemplaban a María principalmente en su relación con Cristo; otros la consideraban más bien como miembro de la Iglesia. Después de una confrontación densa de doctrina y atenta a la dignidad de la Madre de Dios y a su particular presencia en la vida de la Iglesia, se decidió insertar el tratado mariano en el documento conciliar sobre la Iglesia (cf. ib., II, III. 627).
El nuevo esquema sobre la santísima Virgen, elaborado para ser integrado en la constitución dogmática sobre la Iglesia, manifiesta un progreso doctrinal real. El acento puesto en la fe de María y una preocupación más sistemática por fundar la doctrina mariana en la Escritura constituyen elementos significativos y útiles para enriquecer la piedad y la consideración del pueblo cristiano hacia la bendita Madre de Dios.
Asimismo, con el paso del tiempo, los peligros de reduccionismo, que habían temido algunos padres, resultaron infundados: se reafirmaron ampliamente la misión y los privilegios de María, se puso de relieve su cooperación en el plan divino de salvación; y se manifestó de forma más evidente la armonía de esa cooperación con la única mediación de Cristo.
Además, por primera vez el magisterio conciliar proponía a la Iglesia una exposición doctrinal sobre el papel de María en la obra redentora de Cristo y en la vida de la Iglesia.Por tanto, debemos considerar la opción de los padres conciliares una decisión verdaderamente providencial, que resultó ser muy fecunda para el trabajo doctrinal sucesivo.
En el curso de las sesiones conciliares muchos padres expresaron su deseo de enriquecer ulteriormente la doctrina mariana con otras afirmaciones sobre el papel de María en la obra de la salvación. El contexto particular en que se desarrolló el debate mariológico del Vaticano II no permitió acoger tales deseos, aun siendo consistentes y generalizados, pero, en su conjunto, la elaboración conciliar sobre María es vigorosa y equilibrada, y los mismos temas, sin estar plenamente definidos, consiguieron espacios significativos en el tratado global.
Así, las dudas de algunos padres ante el título de Mediadora no impidieron que el Concilio utilizara en una ocasión dicho título, y que afirmara en otros términos la función mediadora de María desde el consentimiento al anuncio del ángel hasta la maternidad en el orden de la gracia (cf. Lumen gentium, 62). Además, el Concilio afirma su cooperación «de manera totalmente singular» a la obra que restablece la vida sobrenatural de las almas (ib., 61). Finalmente, aunque evita utilizar el título de Madre de la Iglesia, el texto de la Lumen gentium subraya claramente la veneración de la Iglesia a María como Madre amantísima.
De toda la exposición del capítulo VIII de la constitución dogmática sobre la Iglesia resulta claro que las cautelas terminológicas no obstaculizaron la exposición de una doctrina de fondo muy rica y positiva, expresión de la fe y del amor a la mujer que la Iglesia reconoce Madre y modelo de su vida.Por otra parte, los diferentes puntos de vista de los padres, que surgieron en el curso del debate conciliar, resultaron providenciales porque, fundiéndose en composición armónica, ofrecieron a la fe y a la devoción del pueblo cristiano una presentación más completa y equilibrada de la admirable identidad de la Madre del Señor y de su papel excepcional en la obra de la redención.
[1] La temática del Concilio fue tomada de la Catequesis del Santo Padre Juan Pablo II 13 de diciembre de 1995
[1] La temática del Concilio fue tomada de la Catequesis del Santo Padre Juan Pablo II 13 de diciembre de 1995
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