TRECER PERÍODO: DEL CONCILIO DE EFESO A LA REFORMA GREGORIANA (431-1050)
La novedad fundamental que aparece en este período es la floración de las fiesta marianas. Las primeras aparecen en Oriente, poco después del concilio de Éfeso.
A partir de esta fecha no cesan de crecer en número y en solemnidad. Pero no se podría exagerar la importancia de este nuevo hecho: la virgen adquiere su dimensión litúrgica. Cada año y en cada Iglesia donde se celebra la fiesta se pronuncian homilías y se cantan himnos sobre sus misterios, cuya riqueza irá en aumento. Estas homilías y estas piezas litúrgicas constituyen la casi totalidad de los escritos marianos de la época. El entusiasmo que embarga el alma durante estas fiestas crea el clima favorable para la extinción de los últimos vestigios del error, para le desvanecimiento de las últimas dudas y para el hallazgo de los últimos privilegios de María. Es en las homilías bizantinas, sobre todo en los siglos VII y VIII, donde vemos nacer tres puntos de importancia considerable: la santidad original de María su mediación y su asunción.
Entre los latinos el desarrollo de las fiestas marianas se hace más lentamente en una atmósfera calurosa y como a remolque de oriente. Los tres puntos que se desarrollaban en Oriente, quedaban en Occidente como estacionados.
San Juan Damasceno (675-749)
Madre de la gloria [1]
Hoy es introducida en las regiones sublimes y presentada en el
templo celestial la única y santa Virgen, la que con tanto afán
cultivó la virginidad, que llegó a poseerla en el mismo grado que el
fuego más puro. Pues mientras todas las mujeres la pierden al dar
a luz, Ella permaneció virgen antes del parto, en el parto y después
del parto.
Hoy el arca viva y sagrada del Dios viviente, la que llevó en su
seno a su propio Artífice, descansa en el templo del Señor, templo
no edificado por manos humanas. Danza David, abuelo suyo y
antepasado de Dios, y con él forman coro los ángeles, aplauden
los Arcángeles, celebran las Virtudes, exultan los Principados, las
Dominaciones se deleitan, se alegran las Potestades, hacen fiesta
los Tronos, los Querubines cantan laudes y pregonan su gloria los
Serafines. Y no un honor de poca monta, pues glorifican a la
Madre de la gloria.
Hoy la sacratísima paloma, el alma sencilla e inocente
consagrada al Espíritu Santo, salió volando del arca, es decir, del
cuerpo que había engendrado a Dios y le había dado la vida, para
hallar descanso a sus pies; y habiendo llegado al mundo inteligible,
fijó su sede en la tierra de la suprema herencia, aquella tierra que
no está sujeta a ninguna suciedad.
Hoy el Cielo da entrada al Paraíso espiritual del nuevo Adán, en
el que se nos libra de la condena, es plantado el árbol de la vida y
cubierta nuestra desnudez. Ya no estamos carentes de vestidos, ni
privados del resplandor de la imagen divina, ni despojados de la
copiosa gracia del Espíritu. Ya no nos lamentamos de la antigua
desnudez, diciendo: me han quitado mi túnica, ¿cómo podré
ponérmela? (Cant 5, 3). En el primer Paraíso estuvo abierta la
entrada a la serpiente, mientras que nosotros, por haber
ambicionado la falsa divinidad que nos prometía, fuimos
comparados con los jumentos (cfr. Sal 48, 13). Pero el mismo Hijo
Unigénito de Dios, que es Dios consustancial al Padre, se hizo
hombre tomando origen de esta tierra purísima que es la Virgen.
De este modo, siendo yo un puro hombre, he recibido la divinidad;
siendo mortal, fui revestido de inmortalidad y me despojé de la
túnica de piel. Rechazando la corrupción me he revestido de
incorrupción, gracias a la divinización que he recibido.
Hoy la Virgen inmaculada, que no ha conocido ninguna de las
culpas terrenas, sino que se ha alimentado de los pensamientos
celestiales, no ha vuelto a la tierra; como Ella era un cielo viviente,
se encuentra en los tabernáculos celestiales. En efecto, ¿quién
faltaría a la verdad llamándola cielo?; al menos se puede decir,
comprendiendo bien lo que se quiere significar, que es superior a
los cielos por sus incomparables privilegios. Pues quien fabricó y
conserva los cielos, el Artífice de todas las cosas creadas —tanto
de las terrenas como de las celestiales, caigan o no bajo nuestra
mirada—, Aquél que en ningún lugar es contenido, se encarnó y
se hizo niño en Ella sin obra de varón, y la transformó en
hermosísimo tabernáculo de esa única divinidad que abarca todas
las cosas, totalmente recogido en María sin sufrir pasión alguna, y
permaneciendo al mismo tiempo totalmente fuera, pues no puede
ser comprehendido.
Hoy la Virgen, el tesoro de la vida, el abismo de la gracia—no sé
de qué modo expresarlo con mis labios audaces y
temblorosos—nos es escondida por una muerte vivificante. Ella,
que ha engendrado al destructor de la muerte, la ve acercarse sin
temor, si es que está permitido llamar muerte a esta partida
luminosa, llena de vida y santidad. Pues la que ha dado la
verdadera Vida al mundo, ¿cómo puede someterse a la muerte?
Pero Ella ha obedecido la ley impuesta por el Señor1 y, como hija
de Adán, sufre la sentencia pronunciada contra el padre. Su Hijo,
que es la misma Vida, no la ha rehusado, y por tanto es justo que
suceda lo mismo a la Madre del Dios vivo. Mas habiendo dicho
Dios, refiriéndose al primer hombre: no sea que extienda ahora su
mano al árbol de la vida y, comiendo de él, viva para siempre (Gn
3, 22), ¿cómo no habrá de vivir eternamente la que engendró al
que es la Vida sempiterna e inacabable, aquella Vida que no tuvo
inicio ni tendrá fin?
(...) Si el cuerpo santo e incorruptible que Dios, en Ella, había
unido a su persona, ha resucitado del sepulcro al tercer día, es
justo que también su Madre fuese tomada del sepulcro y se
reuniera con su Hijo. Es justo que así como Él había descendido
hacia Ella, Ella fuera elevada a un tabernáculo más alto y más
precioso, al mismo cielo.
Convenía que la que había dado asilo en su seno al Verbo de
Dios, fuera colocada en las divinas moradas de su Hijo; y así como
el Señor dijo que El quería estar en compañía de los que
pertenecían a su Padre, convenía que la Madre habitase en el
palacio de su Hijo, en la morada del Señor, en los atrios de la casa
de nuestro Dios. Pues si allí está la habitación de todos los que
viven en la alegría, ¿en donde habría de encontrarse quien es
Causa de nuestra alegría?
Convenía que el cuerpo de la que había guardado una
virginidad sin mancha en el alumbramiento, fuera también
conservado poco después de la muerte.
Convenía que la que había llevado en su regazo al Creador
hecho niño habitase en los tabernáculos divinos.
Convenía que la Esposa elegido por el Padre, viviese en la
morada del Cielo.
Convenía que la que contempló a su Hijo en la Cruz, y tuvo su
corazón traspasado por el puñal del dolor que no la había herido
en el parto, le contemplase, a El mismo, sentado a la derecha del
Padre.
Convenía, en fin, que la Madre de Dios poseyese todo lo que
poseía el Hijo, y fuese honrada por todas las criaturas.
[1] Homilía en la dormición de la Virgen María, 2,4.
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