He leído y releído el texto de la renuncia del Papa. Cada
una de sus palabras fue pensada y rezada “reiteradamente”.
De
este modo, según lo explicó, Benedicto XVI llegó a “la certeza” -es
decir, sin ninguna clase de duda- de que debe dejar el lugar a un sucesor que
tenga “el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu”, que hacen
falta para “gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio”.
Renunciando por esos motivos, Benedicto XVI ha coronado los ocho
años de profundo y claro magisterio con los que ha servido a la Iglesia y al
mundo. Juzgando que ya no puede más, ha decidido seguir sirviendo “de
todo corazón a la Santa Iglesia de Dios, con una vida dedicada a la plegaria”.
Se han sucedido
comentarios de todo tipo, como es natural, acerca de la grave decisión del
Papa. En pocos se ha destacado algo que, a mi modo de ver, es decididamente
importante: a partir del 28 de febrero, la Iglesia tendrá en su retaguardia
al Panzerkardinal, como
tantas veces se le llamó estúpidamente, cubriendo con su oración todos los
flancos de la batalla que pelea la Iglesia. ¿Alguien puede dudar de la ganancia
que supone su renuncia?
Desde otro punto de
vista, el acto de Benedicto XVI es una lección magistral acerca de los que
siempre hemos llamado respetos humanos. Según el Diccionario de la Academia,
así se denominan los “miramientos excesivos hacia la opinión de los hombres,
anteponiéndolos a los dictados de la moral estricta”.
El tiempo presente,
ilimitadamente amante de la libertad sin responsabilidad, es, paradójicamente,
un tiempo en el que los hombres vivimos más dominados por los respetos humanos.
¡Hay que tolerarlo todo!, se dice… salvo al que no esté dispuesto a tolerarlo
todo.
Benedicto XVI, que
acuñó el oxímoron “dictadura del relativismo” para definir el clima
cultural en que vivimos, ha cultivado en su vida una formidable libertad
interior, y cuando ha llegado a la convicción de que ya no puede seguir al
frente de la Iglesia porque le faltan las fuerzas, da un paso al costado y pasa
a estar “oculto a
los ojos del mundo”, como dijo el Viernes a los sacerdotes de Roma.
En este contexto, la
decisión de renunciar al papado es la lección definitiva de que, por encima de
los respetos humanos, lo que le ha importado siempre a Joseph Ratzinger son los
respetos divinos.
En mi opinión, este
sereno desprecio de la opinión de los hombres cuando está en juego el aprecio
del juicio de Dios, es un ingrediente básico de la advertencia que el Papa me
hizo en Roma hace nada más que un año y medio.
En setiembre de
2011, me encontraba participando en el curso ordinario que organiza la Santa
Sede para los obispos ordenados durante el año anterior. El último día,
Benedicto XVI nos recibió en audiencia a los 119 obispos de todo el mundo.
Una vez terminado el
discurso que nos dirigió, quiso saludarnos uno por uno… Nos habían pedido, con
buena lógica, que después de besar su anillo dejáramos el lugar al siguiente.
Íbamos en fila y,
antes de llegar a saludarlo, cada uno le decía a un secretario el nombre del
país y la diócesis, y éste se lo comunicaba al Papa. Benedicto XVI escuchó:
“Uruguay, Minas”. Cuando me incorporaba, después de besar su anillo,
mirándome a
los ojos me dijo en italiano: “Es un país laico… ¡Es necesario
sobrevivir!”.
Mi
sorpresa fue mayúscula, pero no pude decirle nada: un gentiluomo,
tomándome de la manga derecha, me sacó gentilmente de la fila…
El
Papa que se retira nos deja a los católicos uruguayos la urgencia de trabajar
para que sobreviva nuestra fe. Me pregunto: ¿cómo hacerlo, si no es cultivando
en exclusiva los respetos divinos?
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(*)
Respeto humano según la RAE: Miramiento excesivo hacia la opinión de los
hombres, antepuesto a los dictados de la moral estricta.
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