Y henos aquí, llegados al término de estas meditaciones sobre la figura de María a través
María no es el Evangelio. No hay ningún evangelio de María. Pero, sin María, tampoco hay Evangelio. Y ella no falta en ninguno de los cuatro.
Ella no sólo es necesaria para envolver a Jesús en pañales (y lavarlos...). No sólo es necesaria para sostener los primeros pasos vacilantes de su niño sobre nuestra tierra de hombres. Su misión no sólo es coextensiva con la del Jesús terreno, sino que va más allá de su muerte en la Cruz: acompaña su resurrección y el surgimiento de su Iglesia.
Vestida de sol, coronada de estrellas, de pie sobre la luna, María, como su Hijo, permanece. Y aunque el mundo y los astros se desgasten como un vestido viejo, para confusión de los que en estas cosas pusieron su seguridad y vanagloria, María permanecerá, como la Palabra de Dios de la que es Eco.
María, Madre de Jesús, pertenece al acervo de los bienes comunes a Jesús y a sus discípulos. Su Padre es nuestro Padre. Su hora, nuestra hora. Su gloria, nuestra gloria. Su Madre, nuestra Madre.
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