lunes, 25 de marzo de 2019

IGNACIO DE LA POTTERIE: NO NACEMOS HIJOS DE DIOS


Hace poco la Iglesia celebró con la santa Navidad el nacimiento en el tiempo del Unigénito eterno Hijo de Dios. Según una teología cada vez más difundida, de la Encarnación del Hijo deriva de manera automática la atribución inmediata a todos los hombres de la filiación divina. En el sentido de que cada hombre, lo sepa o no, lo acepte o no, ya vive radicalmente en Cristo. Según esta teología, Cristo, antes de ser cabeza de la Iglesia, lo es de toda la creación. Todos los hombres le pertenecen antes de que su Espíritu los alcance y transforme.

Esta concepción pretende hallar un aval en la siguiente afirmación de santo Tomás de Aquino: «considerando la generalidad de los hombres, por todo el tiempo del mundo, Cristo es cabeza de todos los hombres, pero según grados diferentes» (Summa theologica III, 8, 3); que toma de nuevo la constitución pastoral Gaudium et spes del último Concilio: «El Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (n. 22).

Pero si quitamos de la frase de la Summa theologica y de la frase de la Gaudium et spes los incisos «según grados diferentes» y «en cierto modo» no se respetarían todos los datos de la fe católica. Y, en efecto, el mismo Concilio, en la constitución dogmática Lumen gentium (n. 13), siguiendo fielmente la Tradición, distingue claramente entre la llamada de todos los hombres a la salvación y la pertenencia en acto de los creyentes a la comunión de Jesucristo.

Según el método propio de toda la revelación bíblica. Si, con la Encarnación del Verbo, la filiación divina fuera atribuida inmediatamente a cada hombre, el misterio de la elección y, por tanto, la fe, el bautismo y la Iglesia dejarían de desempeñar un papel constitutivo para la salvación: la misión de la Iglesia en el mundo sólo sería, pues, que todos los hombres tomaran conciencia de que esta salvación está ya presente en lo más hondo de cada uno.

En resumen, todo hombre, en virtud de la Encarnación del Verbo, adquiriría automática, aunque inconscientemente, "la existencia en Cristo", recibiendo así, en virtud de su trascendencia como persona humana, los efectos salvíficos de la redención realizada por Jesucristo. Sería un "cristiano anónimo".

Erik Peterson, el célebre exégeta alemán que se convirtió del luteranismo al catolicismo, en su ensayo de 1933 La Iglesia de judíos y gentiles comentado los capítulos 9-11 de la carta de san Pablo a los Romanos, explicaba que no puede haber un cristianismo reducido al orden meramente natural, en que los efectos de la redención realizada por Jesucristo se transmiten genéticamente, por herencia, a todos los hombres, por el simple criterio de compartir la naturaleza humana con el Verbo encarnado.

La filiación divina no es un resultado automático garantizado por la pertenencia al género humano. La filiación divina es siempre un don gratuito de la gracia, no puede prescindir de la gracia donada gratuitamente en el Bautismo y reconocida y acogida en la fe. Un párrafo de san León Magno, leído en la liturgia de Adviento, aclara con precisión la relación entre la Encarnación y el Bautismo:

«Si Aquel, que es el único libre de pecado, no hubiese tomado en sí nuestra naturaleza humana, toda la naturaleza humana habría quedado prisionera bajo el yugo del Diablo. No habríamos podido tener parte en su victoria gloriosa, si la victoria hubiera sido alcanzada fuera de nuestra naturaleza. A causa de esta admirable participación en nuestra naturaleza brilló para nosotros el sacramento de la regeneración, para que, en virtud del mismo Espíritu por obra del cual fue engendrado y nació Cristo, también nosotros, que hemos nacido de la concupiscencia de la carne, naciéramos de nuevo de nacimiento espiritual».

Y san Agustín en el De civitate Dei escribe: «La naturaleza corrompida por el pecado engendra por esto a los ciudadanos de la ciudad terrenal, mientras que la gracia que libera a la naturaleza del pecado engendra a los ciudadanos de la ciudad celestial. Por eso los primeros son llamados vasos de ira; los otros son llamados vasos de misericordia. Tenemos un símbolo en los dos hijos de Abraham. Uno, Ismael, nació de la esclava Agar según la carne, el otro, Isaac, nació de Sara, que era libre, según la promesa. Los dos son de la estirpe de Abraham, pero una relación puramente natural hizo nacer al primero; en cambio, la promesa que es signo de la gracia donó el segundo. En el primer caso se revela un comportamiento humano, en el segundo caso se revela la gracia de Dios».

No hay más que volver al Nuevo Testamento y a la forma en que san Juan, el discípulo predilecto, describe la filiación divina, para mostrar cómo dicha filiación no es una posesión natural inmediata, sino que siempre es un don gratuito que el Señor otorga a quien Él elige, y que se recibe en la fe («No me elegisteis vosotros a mí, fui yo quien os elegí a vosotros», Jn 15, 16).

Principalmente son tres los textos de Juan que tratan de la filiación divina prometida por Jesús y experimentada por el cristiano: un versículo del Prólogo (Jn 1, 12), que habla de nuestro poder de ser hijos de Dios; la primera parte del diálogo con Nicodemo (Jn 3, 1-8), que describe todo lo que hace el Espíritu Santo en nosotros para realizar nuestra generación y nuestro nacimiento como hijos de Dios; y, en fin, dos pasajes de la primera carta (1 Jn 3, 6-9; 5, 18-19) donde se describen los efectos espirituales y morales en la vida concreta del cristiano, cuando vive su divina filiación y se vuelve así "impecable".

Para el tema que tratamos, son significativos sobre todo los dos primeros pasajes arriba citados. En el Prólogo (Jn 1, 12-14), Juan escribe: «A los que le recibieron les dio el poder de devenir hijos de Dios, [es decir] a los que creen en su nombre: [el nombre de aquel que] [...] por Dios fue engendrado (egennete). Sí, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y nosotros contemplamos su gloria, la gloria del Unigénito (monogenous) venido del Padre (parà Patros), lleno de la gracia de la verdad». En primer lugar, es importante notar en este fragmento del Prólogo el uso del verbo devenir (ginestai), sobre el que los comentarios no dicen casi nada. Esta decisión lingüística testimonia precisamente cómo entendía Juan la filiación divina: nos hacemos hijos de Dios, no lo somos ab initio sólo en virtud de nuestra naturaleza humana. La filiación divina no es un dato adquirido a priori, una posesión estática, implícita en el propio nacimiento natural. Llegamos a ser hijos de Dios –como dice Jesús en el diálogo con Nicodemo– cuando «nacemos de arriba», es decir, «cuando nacemos del agua y del Espíritu». Y esto sucede cuando un acontecimiento, el bautismo, nos introduce en una nueva dinámica del ser, y pone un dinamismo nuevo en nuestra existencia. Este tesoro hace de toda la vida un camino, un progresar, siempre precedidos y acompañados por esos hechos de gracia realizados por el Señor que vuelven a sorprender el corazón, alimentando de esta manera la fe.

 En resumen, la filiación divina no es una marca metafísica imprimida en el destino de cada uno, lo sepa o no lo sepa, lo quiera o no lo quiera. Es más bien un don que se reconoce y recibe en la fe. Que pone en juego nuestra libertad, tanto es así que Dios mismo, según la imagen estupenda de san Bernardo, esperó ansioso el sí de María.

El otro término clave del fragmento del Prólogo es la palabra poder (exousian), que tampoco indica una posesión, sino un dinamismo. No nos hacemos hijos de Dios de manera automática, por ley de la naturaleza, sino por la fe. Es la fe el poder que se nos da para hacernos hijos de Dios: no una fe vaga y anónima, mero anhelo religioso, común, por lo menos en algunas ocasiones de la vida, a todos los hombres, sino la fe de quien «cree en su nombre». Una expresión que hallamos varias veces en Juan: la verdadera fe consiste en «creer en el nombre del Hijo unigénito de Dios» (Jn 3, 18).

De lo que se deduce que nuestra filiación divina no puede ser una participación en la filiación de Aquel que se manifestó entre nosotros como «el Hijo unigénito venido del Padre». Este poder de llegar a ser hijos de Dios, esta fe nace, permanece y crece como sucedió a la fe de los primeros discípulos. Justamente lo que les sucedió a los primeros discípulos sigue siendo por siempre la experiencia paradigmática de cómo nos hacemos hijos de Dios. Porque la misma presencia, que suscitó la fe en los primeros que eligió, sigue actuando en el presente, de modo que también hoy asombra y despierta la fe en el corazón de los hombres que el Padre le da (cf. Jn 17, 2).

El diálogo con Nicodemo es el fragmento más largo y explícito para el tema de la filiación divina. De los varios aspectos aquí tocados cabe subrayar sobre todo la insistencia en la acción del Espíritu Santo en la experiencia de la filiación divina. Jesús le explica a Nicodemo: «A menos que uno nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5). Por tanto, el camino para llegar a ser «hijos en el Hijo» es posible sólo para quien el Espíritu engendra en la fe y en el bautismo (que en este pasaje Jesús indica con el signo del agua).

También las teorías que reducen la filiación divina a un automatismo, casi como si fuera una marca de dominio adquirido imprimida por Dios en cada hombre, indican a menudo al Espíritu como artífice de esta operación. Según estas teorías los hombres son por naturaleza titulares de la filiación divina, prescindiendo de la fe, el bautismo y de su libre consentimiento, y esto porque el Espíritu, en su ilimitada libertad, aplica a cada uno, lo sepa o no, lo quiera o no, los frutos de la redención. El Evangelio de Juan testimonia que el Espíritu Santo no es una entidad separada e independiente, que obra en el íntimo secreto de las conciencias con una acción paralela a la acción de Jesucristo, Hijo de Dios.

Toda la misión del Espíritu Santo en la historia de la salvación puede expresarse con las palabras de san Basilio, leídas en la liturgia del tiempo de Navidad: «Como el Padre se hace visible en el Hijo, así el Hijo se hace presente en el Espíritu». Y Basilio añade que esto lo conocemos por lo que Jesús dijo a la samaritana: «"Hay que adorar en el Espíritu y en la verdad" (Jn 4, 23) definiendo claramente a sí mismo "la verdad"». Basta leer las promesas que Jesús hace a sus discípulos respecto al Paráclito en el Evangelio de Juan. El Espíritu «enseñará» y hará recordar todo lo que Jesús ha dicho (Jn 14, 26); «dará testimonio» de Jesús (Jn 15, 26); «no hablará en su nombre, sino comunicará lo que escucha» (16, 13). El Espíritu Santo no es, pues, una entidad arbitraria: posee una intencionalidad clara, aunque misteriosa («El Espíritu sopla donde quiere», Jn 3, 8), realiza ciertas cosas que están siempre en relación con la misión y las enseñanzas de Jesús. Puesto que el Espíritu es «el Espíritu de la verdad» (Jn 15, 26; Jn 16, 13), ¿qué otra verdad podría hacernos conocer al Espíritu, sino la verdad de aquel que ha dicho: «yo soy la verdad» (Jn 14, 6)? El Espíritu conduce al cristiano hacia Jesucristo, hacia la verdad entera (Jn 16, 13); le ayuda a descubrir cada vez mejor el misterio de Jesucristo y a permanecer en su memoria.

Hay un fragmento de la constitución dogmática Lumen gentium que puede resumir lo que hemos dicho: «Porque Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos; habiendo resucitado de entre los muertos, envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador, y por Él hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia y, por medio de ella, unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y su sangre» (n. 48). Si no nacemos hijos de Dios, sino que nos hacemos1, se sigue que esto no es nunca motivo de presunción y de condena para los demás. Como ha recordado Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio «la fe que hemos recibido» es un «don que proviene de lo Alto, sin mérito por nuestra parte». La experiencia de la filiación divina está llena sólo de gratitud, por el don inmerecido, y de esperanza hacia todos. Por lo que no se trata de juzgar a los no creyentes, a los lejanos, o incluso a los que pueden parecer adversarios, porque cada uno de ellos puede, cuando menos lo espere, encontrar el hecho cristiano.

Como escribía Charles Péguy, comentando un verso de Corneille, «Dios toca los corazones cuando uno menos se lo espera. Es la fórmula misma de la dentellada, es la fórmula del ataque, del golpe, de la penetración de la gracia. Pero implica también que el que piensa en eso, el que tiene la costumbre de pensar en eso, que está cubierto por el estrato de la costumbre es también el que se expone menos y, por decir así, ofrece menos posibilidad de agarre». Esta gratitud no juzga a nadie, sino que es magnánima y misericordiosa incluso ante el error y el pecado. Como le sucedió a Francisco Javier, el discípulo predilecto que Ignacio de Loyola envió a evangelizar el lejano Oriente. Ante los pecados, incluso ignominiosos de los paganos, Francisco Javier se asombraba de que sin fe, sacramentos ni oración filial no cometieran otros más graves. Como escribe en una carta enviada a sus compañeros desde Cochin en 1552: «No me asombro por los pecados que hay entre bonzos y bonzas, aunque los hay en gran cantidad. Al contrario, me asombra que no hagan más de los que hacen…». No nacemos, nos convertimos en hijos de Dios

(30giorni.it•Publicado en septiembre 2010)

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