lunes, 30 de junio de 2014

SAN JUAN MARÍA VIANNEY: CELO POR LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS

Durante dos años y medio, el nuevo sacerdote sirvió como asistente de su protector, el padre Balley, en Ecully, pero cuando éste falleció en 1818 y designaron a un nuevo párroco, a Juan María lo destinaron como párroco al pequeño pueblo de Ars, distante unas 18 millas. “No hay mucho amor a Dios en aquella parro­quia —le dijo el vicario general— tú llevarás algo.”

La aldea, de 200 habitantes, tenía cuatro tabernas y era conocida por las alocadas fiestas y bailes que allí se hacían. Pero el sacerdote, ya de 31 años, se puso a trabajar. Muy tem­prano cada mañana se iba a la ruinosa iglesita y pasaba horas ante el altar derramando lágrimas y rogándole a Dios que convirtiera a la gente de su parroquia. Durante toda su vida, nunca dejó de elevar esta oración por las conversiones. La pasión por las almas lo definía y estaba dispuesto a sufrir lo que fuera si eso servía para que más personas se volvieran a Cristo. A su constante intercesión añadía una extrema penitencia: ayu­naba varios días seguidos y dormía en el suelo duro, sin calefacción alguna.Durante años vivió comiendo una sola vez al día: un plato de papas hervidas.

Al principio los feligreses eran indiferentes a lo que el padre Vianney predicaba. Sin embargo, era difícil hacer caso omiso de lo que decía por el buen ejemplo que daba: su oración era constante, su vida enteramente dedicada a Dios, y su dedicación al pueblo era genuina. Además, la repulsa que sentía por el pecado le impedía ceder. Cuando exhortaba a sus feligreses a que salieran de las tabernas y vinieran a la iglesia, no trabajaran los domingos y pusieran fin a los excesos de los bailes, enton­ces empezaron a escucharle, tocados por sus palabras. Las peregrinaciones que dirigía hacia santuarios locales y una magnífica procesión que organi­zaba cada año en honor de la fiesta de Corpus Christi eran para los luga­reños recordatorios concretos de que Dios se encontraba entre ellos. 

El sacerdote estaba convencido de que todos, incluso los campesinos que trabajaban la tierra, podían acer­carse a Dios. Promovía la devoción al Santísimo Sacramento y enseñaba a los aldeanos a examinarse la con­ciencia y rezar, diciéndoles: “Nuestro buen Dios no busca oraciones ni lar­gas ni hermosas, sino las que salen del fondo del corazón.” Por las noches, empezaban a doblar las campanas y la gente se congregaba para las oraciones vespertinas. El rezo colectivo de los pobladores comenzó a cambiar com­pletamente la atmósfera de la aldea de Ars, y empezaron a verse numerosas conversiones. “La gracia de Dios es tan poderosa —dijo uno de los aldea­nos— que pocos pueden resistirse.”

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