Durante dos años y medio, el nuevo sacerdote sirvió como asistente
de su protector, el padre Balley, en Ecully, pero cuando éste falleció
en 1818 y designaron a un nuevo párroco, a Juan María lo destinaron como
párroco al pequeño pueblo de Ars, distante unas 18 millas. “No hay
mucho amor a Dios en aquella parroquia —le dijo el vicario general— tú
llevarás algo.”
La aldea, de 200 habitantes, tenía cuatro tabernas y era conocida por
las alocadas fiestas y bailes que allí se hacían. Pero el sacerdote, ya
de 31 años, se puso a trabajar. Muy temprano cada mañana se iba a la
ruinosa iglesita y pasaba horas ante el altar derramando lágrimas y
rogándole a Dios que convirtiera a la gente de su parroquia. Durante
toda su vida, nunca dejó de elevar esta oración por las conversiones. La
pasión por las almas lo definía y estaba dispuesto a sufrir lo que
fuera si eso servía para que más personas se volvieran a Cristo. A su
constante intercesión añadía una extrema penitencia: ayunaba varios
días seguidos y dormía en el suelo duro, sin calefacción alguna.Durante años vivió comiendo una sola vez al día: un plato de papas hervidas.
Al principio los feligreses eran indiferentes a lo que el padre
Vianney predicaba. Sin embargo, era difícil hacer caso omiso de lo que
decía por el buen ejemplo que daba: su oración era constante, su vida
enteramente dedicada a Dios, y su dedicación al pueblo era genuina.
Además, la repulsa que sentía por el pecado le impedía ceder. Cuando
exhortaba a sus feligreses a que salieran de las tabernas y vinieran a
la iglesia, no trabajaran los domingos y pusieran fin a los excesos de
los bailes, entonces empezaron a escucharle, tocados por sus palabras.
Las peregrinaciones que dirigía hacia santuarios locales y una magnífica
procesión que organizaba cada año en honor de la fiesta de Corpus
Christi eran para los lugareños recordatorios concretos de que Dios se
encontraba entre ellos.
El sacerdote estaba convencido de que todos, incluso los campesinos
que trabajaban la tierra, podían acercarse a Dios. Promovía la devoción
al Santísimo Sacramento y enseñaba a los aldeanos a examinarse la
conciencia y rezar, diciéndoles: “Nuestro buen Dios no busca oraciones
ni largas ni hermosas, sino las que salen del fondo del corazón.” Por
las noches, empezaban a doblar las campanas y la gente se congregaba
para las oraciones vespertinas. El rezo colectivo de los pobladores
comenzó a cambiar completamente la atmósfera de la aldea de Ars, y
empezaron a verse numerosas conversiones. “La gracia de Dios es tan
poderosa —dijo uno de los aldeanos— que pocos pueden resistirse.”
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