viernes, 27 de febrero de 2015

MEDJUGORJE 25 DE FEBRERO 2015

"Queridos hijos, en este tiempo de gracia, os invito a todos: orad más y hablad menos. En la oración buscad la voluntad de Dios y vividla según los Mandamientos a los que Dios os invita. Yo estoy con vosotros y oro con vosotros. ¡Gracias por haber respondido a mi llamada!"

DIÁCONO JORGE NOVOA: CUÉNTALES LO QUE EL SEÑOR HA HECHO CONTIGO

Y al subir a la barca, el que había estado endemoniado le pedía estar con él.
Pero no se lo concedió, sino que le dijo: «Vete a tu casa, donde los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido compasión de ti.» El se fue y empezó a proclamar por la Decápolis todo lo que Jesús había hecho con él, y todos quedaban maravillados. (Mc 5,19-20)


Jesús liberó a este hombre, que vivía en la zona de los Gerasenos, poseído por un espíritu inmundo. Son muchas las narraciones evangélicas que dan cuenta de las liberaciones obradas por el Señor. Ya lo había anunciado en la sinagoga de Nazaret, el Espíritu del Señor lo capacita para liberar a los cautivos. Como expresa san Cirilo:"Observemos el invencible poder de Cristo: castiga a Satanás, para el cual son fuego y llama sus palabras, según el salmista: "Derritiéronse como cera los montes a la presencia del Señor" ( Sal 96,5), esto es, los poderes sublimes y magníficos". Como una rayo, venido desde el cielo, irrumpe la orden del Señor : "Sal, espíritu inmundo, de ese hombre".

Algunos han afirmado, que estos exorcismos realizados por el Señor, eran en realidad  trastornos mentales de sus interlocutores. Seguramente, existieron muchos hombres con trastornos mentales, al igual que hoy. No parece razonable pensar que Jesús, equivocara sus diagnósticos, y diera una orden como la que aparece aquí, a un transtorno mental. La orden claramente está orientada a un ser personal. Incluso el testimonio, que el Señor le pide que dé, seguramente sería por la liberación que alcanzó por medio de su Palabra.

Cuál es el final de esta historia? Jesús qué le propone? El hombre ha recibido tanto, que quiere irse con Jesús, pero el Señor le revela los planes que tiene para él. Estamos ante un caso claro, de uno que no ha sido llamado a ser de los círculos más cercanos, ni de los 12 o los 72 ( según san Lucas), ha sido llamado a dar testimonio en la región en que vive.

Lo envía a su casa y a los suyos, para que les cuente la compasión que tuvo el Señor con él. Cuánto bien puede obrar el Señor  por un testimonio! Cuántos corazones se abren al anuncio del Evangelio,por alguien que nos cuenta lo que el Señor ha hecho en su vida! Que poderosa Palabra se esconde en el testimonio!

Seguramente te cueste compartir con otros lo que Dios ha hecho en tu vida, a veces sentimos sobre nuestras espaldas un peso que nos agobia, creemos no estar capacitados, buscamos como hacerlo de la mejor manera, nos comparamos con otros y concluimos abandonando el intento de dar testimonio.

En realidad, todo es más sencillo, Jesús nos dice que le contemos a los nuestros, en una conversación sencilla, sin buscar palabras especiales, con un diálogo que  brote de un corazón agradecido.Cristo va contigo. Tu testimonio vuela hacia el corazón de el otro,  custodiado por el Espíritu Santo, que lo potencia.

El endemoniado de Gerasa pudo poner muchos reparos, para realizar lo que le pidieron, ha sido enviado a dar testimonio, lo demás, lo que ocurre con esa palabra al ser escuchada, eso ya corresponde al ámbito de Dios. Únicamente los testigos podrán contar las maravillas de Dios.

miércoles, 18 de febrero de 2015

MONSEÑOR JOSÉ IGNACIO MUNILLA: AYUNAR DE CRÍTICAS Y MURMURACIONES



 ¿A eso lo llamáis ayuno, día agradable al Señor?... Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, liberar a los oprimidos, partir tu pan con el hambriento (...)” (cf. Isaías 58, 5-7). A este conocido texto del profeta Isaías, bien podríamos añadir, en plena sintonía con su mismo espíritu: ¡El ayuno que agrada a Dios es controlar nuestra lengua!

Comencemos por reconocer que llama la atención la “cruzada” que el Papa Francisco ha emprendido contra el vicio de la crítica y el cotilleo: “Las murmuraciones matan, igual o más que las armas”; “Los que viven juzgando y hablando mal del prójimo son hipócritas, porque no tienen la valentía de mirar los propios defectos”; “Cuando usamos la lengua para hablar mal del prójimo, la usamos para matar a Dios” ; “El mal de la cháchara, la murmuración y el cotilleo, es una enfermedad grave que se va apoderando de la persona hasta convertirla en sembradora de cizaña, y muchas veces en homicida de la fama de sus propios colegas y hermanos”; “Cuidado con decir solo esa mitad de la realidad que nos conviene”; “¡Cuántos chismorreos hay en el seno de la propia Iglesia!”… Ciertamente, no creo que haya habido nunca un Papa tan comprometido con la denuncia y la erradicación de esta lacra.

La crítica y el cotilleo están tan extendidos en nuestra sociedad —sin que la Iglesia sea una excepción—, que no son pocos quienes consideran que se trata de un mal insuperable, cuando no necesario. A esto contribuye el hecho de que la percepción suele cambiar dependiendo de que seamos sujetos activos o pasivos de dicha práctica. El cotilla y el murmurador tiende a justificarse diciendo que se limitan a informar, y que en esta vida es necesario tener un juicio crítico.

Pues bien, para dejar de murmurar no solo se requiere controlar la lengua, sino que hay que cambiar la mentalidad. No estamos ante un vicio superficial o epidérmico, como a veces solemos suponer equivocadamente. Bajo las críticas y los cotilleos se camuflan pecados como el rencor, la envidia o la vanidad. Pero no solo esto, sino que también se esconden nuestros complejos, inseguridades y heridas. En realidad, lo moral y lo psicológico suelen caminar por el mismo carril. O dicho de otro modo, el demonio sabe dónde nos aprieta el zapato, y tiende a pisarnos en el mismo lugar…

Todos sabemos que la crítica esconde con frecuencia envidia y celos, y que estos encierran falta de autoestima. Y si pudiésemos remontarnos al origen de esa falta de autoestima, muy posiblemente nos encontraríamos con la carencia de amor… No cabe duda de que los males morales, psicológicos y educacionales están implicados. Así, por ejemplo, decía San Francisco de Sales: “Cuanto más nos gusta ser aplaudidos por lo que decimos, tanto más propensos somos a criticar lo que dicen los demás”.

Dicho lo cual, no es de recibo tomar excusa de las implicaciones psicológicas y educacionales, para eludir nuestra lucha contra este vicio. Nuestra responsabilidad moral puede estar condicionada, ciertamente, pero no hasta el punto de estar determinada. Somos sujetos libres, aunque nuestra libertad esté herida; y por lo tanto, somos responsables de las palabras que salen de nuestra boca. Sin olvidar que en no pocas ocasiones las críticas y los cotilleos son puestos al servicio, con notable malicia, de la ideología de quien los utiliza, con el objetivo de denigrar a quienes no piensan como nosotros.




Me viene a la memoria una cita evangélica que suele pasar inadvertida, en la que queda patente la indisimulada incomodidad del Señor Jesús ante este vicio moral. Me refiero a Juan 21, 23. El contexto de este episodio es el encuentro final entre Jesús y Pedro, en el que este es perdonado por su triple negación, además de confirmado en su misión. A punto de concluir el diálogo, cuando Jesús ha revelado a Pedro su futuro martirio, este vuelve su mirada a Juan —el discípulo al que el Señor amaba especialmente— y le pregunta a Jesús: “Señor, y este, ¿qué?”. A lo que el Señor, en una respuesta sin precedentes, contesta: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. ¡¡Es impresionante escuchar a Jesús decirle a Pedro: “¿a ti qué?” (expresión equivalente a nuestro popular “¿a ti qué te importa?”)!! Y es que, mientras estamos pendientes indebidamente de los demás, podemos permanecer ciegos ante nuestros problemas y responsabilidades. ¡Vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro! (cfr. Mt 7, 3).



Concluyo con un texto evangélico tan clarificador como incómodo, de esos a los que solemos poner sordina, por resultarnos demasiado exigente: “Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca (…) En verdad os digo que el hombre dará cuenta en el día del juicio, de cualquier palabra inconsiderada que haya dicho.


Porque por tus palabras serás declarado justo o por tus palabras serás condenado” (cfr. Mt 12, 34-37). Será por eso, tal vez, que le escuché a un hermano obispo decir que se podría elevar a los altares, sin necesidad de proceso de canonización, a aquel de quien pudiera decirse: “nunca le escuchamos hablar mal de nadie”. Ciertamente, ¡el ayuno que agrada al Señor es controlar nuestra lengua!

MONS. HÉCTOR AGUER: CUARESMA REMEDIO EFICAZ PARA EL CONSUMISMO


Me gustaría hablar hoy, en este momento televisivo, sobre un tema que me parece que tiene que ver con el actual tiempo de la Cuaresma: el consumismo.

El consumo es un elemento fundamental del proceso económico, que esta relacionado con la producción, con el comercio y con la acumulación de riquezas o su distribución y su uso. Pero, entre consumo y consumismo hay una diferencia. Ese “ismo” casi siempre indica un defecto por sobreabundancia o hasta una patología.




El consumismo es precisamente un comportamiento patológico que muestra como, generalmente inducidos por la publicidad, se va imponiendo una necesidad ficticia de tener ciertas cosas, de consumirlas, de disfrutarlas y casi siempre el protagonista o los protagonistas no lo advierten y eso se va convirtiendo en un estilo de vida.

Una definición domestica de consumismo podría ser que es el impulso a comprar lo que no se necesita, con el dinero que no se tiene. Frecuentemente ese impulso puede llevar también a endeudarse y esto pasa en todos los niveles sociales. Es muy curiosa esta situación. La publicidad en esto tiene una buena responsabilidad y no quiero ir, al señalar esto, contra la publicidad en general, pero muchas veces hasta con malas artes se la usa para imponer determinados productos.

Esta realidad va invadiendo la mentalidad de la gente. Se puede conceder que la gente que tiene mucho dinero para gastar podrá darse el lujo de tener cosas exquisitas o de comprar lo superfluo pero también la gente que no tiene tanto y aun los más pobres están ilusionados con la ropa de marca y con algunas otras cosas que creen que son de uso común en una sociedad que corresponde a la dignidad de un ser humano.

Todo esto va desencadenando, sin que se advierta, una serie de sentimientos que no son los mejores en el ámbito sociológico del consumismo. Aparece con frecuencia el egoísmo, la envidia, el deseo de poder, la suplantación del ser por el tener.

Se puede precisar que, en el fondo, la filosofía del consumismo es ésta: el tener es lo que hace a la verdad, al honor, a la grandeza, a la dignidad de alguien y no el SER, no a que la persona verdaderamente vale por lo que es, por lo que sabe, sino por lo que tiene y especialmente por lo que es capaz de ostentar y consumir.

Por eso la “patología consumista” se piensa no sólo en el estado individual sino como ámbito de una comunidad o como estilo de vida de una sociedad. Al ser así se puede pensar que esa va a ser una sociedad indiferente para con la suerte de los más pobres. Es una sociedad en la cual no va a importar este contraste pavoroso que se repite hoy en casi todo el mundo y que los argentinos sufrimos con una penosa resignación entre aquella poca gente que tiene de todo y aquella mucha gente que no tiene nada y que sin embargo también queda cautivada por esta ilusión del consumismo.

La práctica cuaresmal del ayuno puede ser un remedio eficaz cuando el ayuno es entendido en su sentido espiritual no sólo como la privación de alimentos sino la privación de lo superfluo, de lo que no necesitamos y aún de cosas que necesitamos pero no son tan urgentes ni esenciales y que podemos poner en común y servirnos para hacer el bien, para ayudar a quienes necesitan mucho más que nosotros.

En este sentido va el espíritu de la Cuaresma que no consiste en prácticas que no tienen sentido sino en aquellas que son capaces de transformar nuestro corazón y ponerlo al servicio de nuestros hermanos, en especial los que más nos necesitan.

viernes, 13 de febrero de 2015

MNSEÑOR JOSÉ IGNACIO MUNILLA: ARREPENTIMIENTO Y PERDÓN

En este tiempo de Cuaresma la Iglesia reitera la llamada de Jesucristo en el inicio de su ministerio en Galilea: “Convertíos y creed en el Evangelio” (cf. Mc 1, 15). Afortunadamente, en nuestros días el concepto de “conversión” goza de una notable salud, en la medida en que es entendido como una reorientación positiva de nuestras opciones personales. Por el contrario, existe una indisimulada alergia hacia el concepto de “arrepentimiento”, por cuanto la autoinculpación suele ser percibida como un retroceso al pasado, contradictorio con la mirada al futuro, incluso como una humillación.

Ahora bien, ¿es posible la “conversión” sin el “arrepentimiento” del mal cometido? La pregunta podría parecer superflua, ya que la respuesta negativa es obvia. Sin embargo, cuando la Iglesia ha predicado la importancia del arrepentimiento por la violencia generada en nuestro pasado reciente, hemos escuchado con perplejidad algunas voces que afirman que en el Evangelio, el perdón de Jesucristo en ningún caso está condicionado al arrepentimiento del pecador. Se trata de una devaluada interpretación del Evangelio, según la cual el anuncio del amor de Dios a todos -buenos y malos-, así como el mandamiento de Cristo de perdonar a nuestros enemigos, habría que entenderlos en el sentido de una declaración de indulto colectivo, independiente de todo posible arrepentimiento o cambio de vida.

En primer lugar, es muy importante leer el Evangelio en su integridad, sin caer en la tentación de seleccionar las palabras de Jesucristo según nuestra conveniencia. En efecto, el mismo Jesús que dijo “amad a vuestros enemigos” (Mt 5, 44), afirmó igualmente: “Si no os convertís, todos pereceréis” (Lc 13, 3). La parábola de la higuera estéril, en la que se plantea la cuestión de si se debe arrancar la higuera que no da fruto, concluye integrando la misericordia y la justicia de Dios: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás” (Lc 13, 8-9).

Por lo tanto, no es cierto que el perdón no esté condicionado al arrepentimiento. Una cosa es el amor incondicional de Dios anunciado por Cristo; y otra muy distinta, que ese amor sea acogido o rechazado por cada uno de nosotros, según la propia conversión u obstinación. Dicho de otra forma: el arrepentimiento es la apertura del hombre al perdón de Dios. Por el contrario, la falta de arrepentimiento es el rechazo del perdón de Dios.

La presentación del amor incondicional de Dios, a modo de un indulto general indiscriminado, no solamente choca con los abundantes pasajes evangélicos que hablan de la posibilidad real de la perdición del hombre (cf. Mt 25, 31ss); sino que tampoco se compagina con la imagen de un Dios que respeta la libertad y la dignidad del hombre. Decía San Agustín: “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Es decir, siendo cierto que la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, sin embargo, para ello es necesario que cada uno coopere libremente, abriéndose a la gracia de la conversión. No olvidemos que Cristo crucificado ofrece su perdón incondicional a los dos ladrones que compartían su suplicio; pero mientras uno de ellos acoge su misericordia con un profundo arrepentimiento, el otro la rechaza reafirmándose en su obstinación, (bien entendido que a nosotros no nos corresponde juzgar el destino eterno de aquel ladrón).

El error teológico del que estamos tratando, tiene a mi juicio una cierta influencia protestante. Mientras que Lutero subrayaba que la salvación se alcanzaba por la “sola fides” (es decir, exclusivamente a través de la fe), el Concilio de Trento le respondía afirmando que la justificación del hombre requiere de la fe y de las buenas obras. Es muy ilustrativo el ejemplo que utilizó Lutero para explicar la justificación del hombre ante Dios: “De la misma forma en que la nieve cubre de blanco el montón de estiércol que está en medio del campo, así también la misericordia de Dios cubre la muchedumbre de nuestros pecados con su manto…”. Sin embargo, los católicos creemos que la gracia de Dios no se limita a “tapar” el estiércol, sino que produce el milagro de la sanación y santificación de nuestra condición pecadora. (Cabe matizar que en los últimos años se han dado grandes avances en esta cuestión, dentro del diálogo ecuménico con los protestantes).

Pero vamos a ser claros, porque todos somos conscientes de que si hoy estamos debatiendo esta cuestión, desgraciadamente no es porque hayamos entrado en la Cuaresma, sino por la aplicación política que se pretende extraer de la disociación entre perdón y arrepentimiento. La Iglesia no tiene ninguna intención de entrar en el terreno reservado a la legítima pluralidad política; pero tampoco puede permanecer callada cuando el Evangelio es deformado y puesto al servicio de las diferentes ideologías.

Me limito a añadir que la llamada al arrepentimiento para poder acoger el perdón, no es solamente una doctrina específica de los cristianos, sino que también está fundada en una ética natural, aplicable a todo ser humano. La práctica totalidad de los sistema judiciales, supeditan la aplicación de determinadas medidas de gracia a las muestras de arrepentimiento de los delincuentes. Lo contrario no sería ni justo, ni evangélico. De hecho, cuando aceptamos que las penas privativas de la libertad en un estado de derecho no deben tener una finalidad meramente punitiva, sino que también han de estar orientadas a la reeducación y a la reinserción social, estamos reconociendo implícitamente este principio. Tampoco debemos olvidar que aunque la conversión cristiana requiere del arrepentimiento, lo supera ampliamente: La conversión conlleva la apertura al don de la misericordia, la cual nos permite amar a todos –incluso a nuestros enemigos- con el mismo amor de Cristo. ¡Qué gran ocasión tenemos esta Cuaresma de abrirnos a la gracia de la conversión en el sacramento de la Penitencia! Es ahí donde recibimos el don de “nacer de nuevo” (cf. Jn 3).